Kris DurdenDesde el primer momento en que vibraron las cuerdas de la guitarra, algo dentro de mí se estremeció. La canción era sweet dreams de Marilyn Manson y la estaba tocando un amigo durante uno de los tantos recesos que había entre clase y clase típicos de la secundaria. Cual flautista de Hamelin, atrajo inmediatamente la atención de muchos otros chicos que apreciábamos ese tipo de música, pero para mí fue algo más poderoso, de hecho, revelador; las canciones que más te gustaban podían ser interpretadas por uno y sólo era cuestión de tomar una guitarra y hacerlo.

Esa tarde, cuando regresé a casa le pedí a mi mamá su empolvada y arrumbada guitarra para enrolarme en el taller de educación artística y sin disgusto alguno aceptó.

Al día siguiente llegué y me senté todo el receso con mi amigo para que me enseñara a tocar y tardé unos minutos en entender cómo era que funcionaba todo ello. Me enseñó a afinar la guitarra y luego, antes de que terminara la semana ya estaba tocando el primer riff de sweet dreams. Por supuesto, en la casa no dejé un momento para que los oídos de la familia descansaran y se tuvieron que chutar uno de los procesos más irritantes en la evolución del hombre: a una adolescente que comienza a querer ser músico.

Mi mamá estuvo de acuerdo en un principio, pensando que era una etapa que pronto terminaría, pero no fue así, pues cuando ya había dominado por completo mi primer canción aparecieron otras dos de Metallica y luego dos más de Mégadeth y entonces se dio cuenta de que estaba perdiendo a su retoño y se desviaba directamente al camino del innombrable, así que para remediar la situación decidió que no podía quitarme del camino de la música, pero sí cambiar el rumbo de mis gustos y me enroló, casi a rastras, en la estudiantina.

Recuerdo que usé todos los argumentos que tenía al alcance, pero me venció con su cara de «recuerda que tengo sentimientos y me harías muy feliz si te viera tocando la guitarra para nuestro señor» y entonces accedí.

“Sabía” exactamente el tipo de personas que me encontraría en ese lugar: fanáticos religiosos que se empeñarían con sonrisas tan enormes como falsas y abrazos cargados de compasión por un ciervo que se apartó del camino de la luz y todo para hacerme ver la grandeza del señor. ¡ALELUYA!

Camino a la iglesia, me alegró ver que no rumbo hacia la que estaba cerca de la casa, sino a la de la localidad vecina, así que sería poco probable encontrarme a algunos de mis conocidos y esto hizo que mi postura siempre a la defensiva disminuyera.

Para llegar a la entrada principal de la iglesia teníamos que pasar por un hermoso andador rodeado de árboles de un color verde limón que se alzaban imponentes como queriendo alcanzar el cielo y hacían parecer como si ya no les faltaba mucho, la tibia luz de las 4 de la tarde se colaba por entre los arbustos que crecían a ras de piso y me llenaron la mente de recuerdos de la infancia, cuando vivía en Coyoacán y todo en rededor era verde. Sin querer, una sonrisa se dibujó en mi rostro.

La gigantesca puerta principal de aquél enorme palacio inmaculadamente blanco se encontraba cerrada, así que seguimos hasta la parte trasera de la iglesia y ahí nos encontramos con un grupo de jóvenes que llevaban consigo sus instrumentos. Cuando el líder, David, habló con mi mamá, se presentó como un joven de muchos valores, serio y que haría que su cachorrito se sintiera a gusto en sus filas. Mi mamá le agradeció y se retiró. Me invitaron a subir unas escaleras y de pronto estábamos en una habitación muy cerca de las cúpulas y el campanario. Al parecer ahí podíamos ensayar sin molestar a los vecinos. Cuando terminamos de entrar serraron la puerta y todos comenzaron a gritarse comentarios graciosos y a hacerse bromas los unos a los otros. No recuerdo exactamente qué era lo que decían, pero eran cosas como las que yo decía todo el tiempo en clases. Habíamos casi la misma cantidad de chicos que de chicas y digo casi, porque en realidad había más niñas. Me impresionó ver cómo las niñas convivían tan naturalmente con los niños que incluso pensé que eran más accesibles que las niñas de mi salón de clases en la secundaria, pero las sorpresas no terminaron ahí, al mirar en otra dirección, detrás del piano, me topé con una parejita que no paraba de besarse como sólo dos adolescentes podían hacerlo.

David puso orden y pidió que guardaran silencio para que me pudieran presentar. Me sentí nervioso de ver más niñas que niños y tener que hablar frente a ellas, pero al parecer David lo notó y antes de que me llovieran las preguntas concluyó diciendo «Hagan que se sienta como en casa». Un par de niñas me sonrieron y sentí como la cara se me llenaba de sangre y esto disparó una segunda oleada de bochornos pensando que ya no había forma de ocultar mi vergüenza.

Durante este primer ensayo tocamos un par de veces, pero la mayor parte del tiempo la pasamos riendo. Cuando terminó, yo que era un chico con problemas para socializar me encontraba ahora platicando con un par de chicos sobre canciones de Metallica y Megadeth y emprendí el regreso a casa con David y un par de chicas tan lindas con las que jamás habría hablado bajo cualquier otra circunstancia.

 

Tenía pensado no contarle a mis amigos que estaría en la estudiantina y cuando mi mamá al fin bajara la guardia yo dejaría de ir, pero la perspectiva me había cambiado; deseaba que mis amigos también fueran conmigo a los ensayos, así que por la noche les platiqué y de inmediato me miraron confundidos. El más metalero de sus amigos, que frecuentemente renegaba de la existencia de un Dios ahora les estaba pidiendo que lo acompañaran a la estudiantina. Simplemente increíble. Después de la confusión se soltaron a reír de mí como si no hubiera mañana y las burlas no pararon. Sabía que me iba a enfrentar a algo así, pero tarde o temprano convencería a uno para que me acompañara y eventualmente todos se nos unirían. Dicho y hecho. Antes de que pasara el primer mes ya había llevado a todos mis amigos a la estudiantina y ahora entendían por qué la pasaba tan bien. Tengo que mencionar que los papás de mis amigos ya me tenían en un gran concepto, pero cuando hice que sus hijos fueran a la iglesia no terminaban de agradecer y por otro lado, todos mis amigos salieron de ahí con novia y aunque a mí también me gustaban un par de chicas aun no terminaba de superar la etapa en la que me quedaba paralizado al hablar con cualquier chica guapa.

Con ellos conocí el Estadio Azteca y viajé a muchas otras iglesias en diferentes estados para competir. Todas las personas con las que conviví fueron maravillosas y divertidas, llenas de muchos valores como la amistad, solidaridad, lealtad y compañerismo.

Hoy sigo pensando que si hubiera seguido con mi actitud negativa cuando David preguntó si quería estar en la estudiantina me habría perdido de una gran experiencia. Si hubiera seguido con esa actitud durante la primer semana, jamás habría conocido el Estadio Azteca en las circunstancias en las que lo conocí. Jamás habría hecho esos primeros viajes y seguro mis amigos nunca habrían tenido ese acercamiento a la iglesia.
Hace poco en una platica con Pau (una chava súper inteligente de la oficina) me comentó una frase que una maestra alguna vez le dijo:

Aún en lo que no elijo, puedo elegir la actitud que voy a tener… Adriana Castañeda.