Kris DurdenPocas cosas son tan placenteras como entrar al Superama, pasada la media noche, cuando ya no queda nada de gente, y hacer las compras para la despensa. No hay filas ni intromisiones de ningún tipo. Puedes divagar por los pasillos mientras tu mirada se pierde sobre los quesos finos y tus pensamientos se remontan a tiempos que pareciera has vivido hace eones. Recuerdos tan antiguos y aletargados como míticas criaturas de la talla de Cthulhu. Ahí mirando un curioso pedazo, de esos que sólo veía de niño en las caricaturas de Speedy Gonzales, recordé a un amigo de la primaria que me enseñó a través de su gran corazón, el valor de la humildad.

Su nombre era Roger, y creo que lo había conocido cuando entró a la primaria en quinto grado. Era un muy bajito, de cuerpo tosco, piel tostada y una nariz enorme, boluda y siempre cubierta por gotitas de sudor. Sí, le sudaba la nariz.

En algún momento nos comenzamos a llevar bastante bien, a pesar de que él era uno de los más matados de la clase y yo uno de los peor portados. La amistad comenzó un día que yo no había encontrado mi lunch de la escuela (tal vez había salido volando por ahí en una de las tantas guerras de mochilazos que solíamos iniciar cuando la maestra no estaba) así que había resuelto comprar algo en la cooperativa, pero cuando me dirigía para allá, descubrí que también había perdido mi dinero (seguramente en jugando tiraditas en el jardín trasero de la escuela, donde los maestros jamás se aparecían) Así que antes de llegar a formarme y hacer el ridículo di media vuelta y me dirigí aljardín trasero, para ver si por lo menos encontraba una moneda para comparar un helado de a peso (sí, cuando era niño eso costaban los helados y también los Churrumais (el único producto de Sabritas que no me deja sentirme robado)), pero no tuve suerte. A los 10 minutos de estar buscando vi se acercó a mí Roger, con una mueca despreocupada.
–¿Qué buscas?

–Creo que se me cayó mi dinero hace rato que estaba jugando aquí.

–¿Te ayudo?

–Sí, pero no creo que encontremos algo, porque ya hay muchos niños jugando y tal vez alguien más ya lo encontró.

–¿Era tu dinero para tu luch?

–Sí.

Nos quedamos ahí parados un momento, yo buscando con la vista entre el césped y él con la mirada perdida, como meditando en una solución.

–Acompáñame a ver mi hermano, él va un grado debajo de nosotros.

–Claro –Dije algo meditativo, pues realmente quería encontrar mi dinero para no pasar ese receso sin comer.

Nos encaminamos a su aula y lo encontramos afuera, con sus pequeños zapatos gastados y que parecían contar la historia de que antes de pertenecer a él, habían pertenecido a alguien más, o por lo menos eso me imaginé. Estaba jugando con un par de niños de su salón. Estando de frente, Roger abrió una bolsa de papel (sí, se usaban más que las de plástico de hoy en día) y sacó de ella una torta. Ya estaba partida por la mitad. Al separarla noté que apenas tenía una embarrada de frijoles y unos trocitos de queso panela. Su hermano sonrió y se retiró a comer su mitad de torta a su pupitre, lejos de sus amigos. Roger volteó a verme con la mitad de la torta de frijoles entre las manos y dijo.

–Ahora sí. Toma la mitad de mi mitad.

Por un momento no supe qué hacer, pero mis tripas rugieron y me exigieron que la aceptara. Así hice.

Mi mamá gozaba manteniéndome como un bodoque, así que todos los días, sin falta, ella me preparaba la torta más deliciosa que su imaginación le permitía. A veces no había dinero, pero preparaba torta más rica de huevo con frijoles que cualquier mamá pudiera preparar. La noche de aquél día, cuando me mandó por el pan que utilizaría para prepararnos las tortas del día siguiente, yo le dije que me sentía con mucho apetito y que quería llevarme dos tortas al día siguiente. Por un momento pensé que me diría que no, pero su sonrisa se ensanchó casi hasta sus orejas y me dijo que ella encantada me mandaba dos tortas.

Al día siguiente, durante el recreo, lo primero que hice fue decirle a Roger que me acompañara a comer. Le di una de las tortas y la otra me la comí yo. Jamás vi unos ojos tan agradecidos como los que él puso aquel día. Al día siguiente le dije a mi mamá que diario me mandara dos tortas y ella encantada aceptó.

El resto del año llevé dos tortas, siempre encantado de darle una a Roger, pensado que tal vez, el momento en que él compartió conmigo esa mitad de torta, yo ya había desayunado algo antes de salir de casa, pero seguramente él llevaba la pansa vacía desde su cena la noche anterior.

El fue uno de los niños que sin importar cuánto hubiera, mucho o poco, sabía dividir su pan en dos para compartirlo con alguien más.