Kris DurdenBajo la lluvia se disimulaban sus lagrimas, pero el agua no podía enjuagar la amargura de su rostro. Su postura vencida y sus pasos pesados denotaban la aflicción que se había posado en el alma de aquél desgraciado.

–¿Dónde estas, mi Señor? –Murmuró mirando sus gastados y empapados zapatos andar con pesar uno detrás del otro– ¿A dónde te has ido?

Se enjuagó las lágrimas con esas manazas morenas, ásperas y endurecidas por el trabajo rudo. A penas meses atrás, había estado cenando pan de dulce y leche tibia, en un casa que él mismo había sudado con cada castillo colado, ladrillo colocado y techo aplanado. Pero ahora todo se había ido y había comenzado con la vergüenza de haber encontrado a su esposa con otro hombre en la misma cama donde ellos solían dormir. Era una suerte que el último de sus cuatro hijos hubiera dejado la casa un año antes, para así no tener que soportar la vergüenza por la que ahora pasaban.

Lo único que su corazón le permitió fue dejar la casa sin tomar represalias. Sí que le dolió, pero no lo tiró.

Esa noche fue a ver a su sabio y cansado padre. Y así se encontraron dos hombres adultos charlando sobre las vueltas que da la vida.

–Un hombre que ya hizo, puede volver a hacer –Dijo su padre con voz gastada y enferma– Así que déjale todo. Verás que lo va a perder, por el simple hecho de que no le costó.

Su corazón se sintió apaciguado por la voz de su padre y comenzó a trabajar de nuevo, pero la última palabra de su desgracia aun no estaba escrita.

No había pasado ni un mes cuando en su trabajo se le comenzó a acusar de ladrón. Durante la madrugada había desaparecido herramientas y material de la construcción, casi ocho mil pesos en producto, y él era el único que contaba con las llaves para llevar a cabo tan despreciable acto, así que inmediatamente fue señalado y perseguido. Nadie tenía la inteligencia para indagar sobre el nuevo chalán que no lo parecía, pero era astuto como una comadreja. Y nadie jamás pensó que en una de todas las veces que se le mandó a traer un bulto de cal o cemento había aprovechado para sacar una copia de las llaves con el cerrajero ubicado a menos de tres cuadras de la obra. Terminó malbaratando todo para regalarse la mejor fiesta de cumpleaños de su vida. Todos señalaron a la opción más obvia y obligaron a un inocente pagar los ocho mil pesos.

–Papá –Llegó afligido– Se me está acusando de haber robado y ahora quieren que pague ocho mil pesos.

–¿Tú fuiste? –Lo miró a los ojos–.

–No, papá –Dijo sin bajar la mirada–. Tú me lo has dicho. «No cagues donde comes».

–Yo tengo el dinero. Págalo y luego me lo pagas a mí.

–Pero yo no fui.
–Ese dinero alcanza para pagar tu deuda, pero no para sacarte de la cárcel. Lo que ellos quieren es un culpable; alguien que pague de una u otra forma. Paga

Él miró a su padre un momento y recibió el dinero.

Por supuesto perdió su trabajo en la obra y salió en busca de otro lugar para poder ganarse el pan, pero no lo encontró. El maestro de obra había corrido la voz entre todos sus contactos y estaba cobrando favores personales para que nadie más lo contratara. Si lo conseguía llegarían lo tiempos de lluvias, donde la chamba baja porque nadie quiere construir cuando más tardaba en secar un construcción, y así se quedaría sin trabajo hasta octubre.

Lo consiguió.

Sin dinero, sin trabajo y sin mujer. Aquel hombre se la pasaba deambulando en busca de un trabajo, primero para comer y luego para pagar la deuda a su padre, pero antes de que lo consiguiera lo peor pasó.

Su padre fue a dar al hospital por una pulmonía. Fue rápido, pero se alcanzó a despedir en uno de esos momentos en los que el paciente se ve mejor, pero sólo es la calma que precede a la tragedia.

–Ya no tengo tiempo –Dijo su padre con voz lastimada y casi inaudible–. Sólo dos cosas: «Las oportunidades sólo se dejan ver por quienes saben buscar» y recuerda hijo «En lo que sea, pero el mejor».

Ese fue el legado para su hijo más noble, lo ultimo que pudo dejarle como herramienta para sobrevivir a un mundo realmente hostil.

A semanas de no haber podido pagar a su padre un funeral decente, y a penas velado gracias a la ayuda que la iglesia le brindó, sin esposa, sin dinero y sin trabajo, se encontró caminando por la ciudad, sin rumbo, sin esperanza y cada vez más cerca de perder la fe en Dios.

Se sentó sobre la banqueta y miró a la nada por largo tiempo, pensando en los dos últimos consejos de su sabio padre. Conforme comenzó a escampar, él también se fue serenando hasta que los colores empezaron a brillar como si gozaran con luz propia. Y el cielo dejó de ser gris y dio paso a un hermoso color azul, el crecido pasto por las lluvias cobró un hermoso y radiante color verde, y las diminutas flores amarillas aparecieron como moneditas de oro escondidas entre la hierva. Entonces comprendió que ese era el último regalo que su padre le estaba haciendo.

Ahí en el pasto, crecido por la lluvia que antes le había truncado las oportunidades de trabajar, había encontrado una mejor oportunidad para ganarse la vida.

Consiguió un machete y unas tijeras para podar, y comenzó a tocar puertas para ofrecer sus servicios como jardinero.

Antes de darse cuenta estaba ganando más en una semana como jardinero que en todo un mes como albañil.

Tenía tantos jardines por podar que al poco tiempo compró nueva herramienta de jardinería y con ella pudo trabajar más rápido, pero siempre cuidando los detalles. Cada tijerazo tenía que ser el mejor. Tenía hambre, pero tenía más hambre de Dios.

Y así pasó un año en el que no faltó gente que le pidiera su ayuda para cuidar sus plantas en el invierno y la necesidad de no dejarlos sin una respuesta lo llevó a un invernadero y trabajó duro con las nochebuenas, después con las rosas para febrero y llegado marzo, regresó a los jardines. Durante esa primavera un hombre quedó impactado por la dedicación de cada tijerazo, así que le dijo que le tenía un trabajo más demandante, pero mejor pagado y se lo llevó a un club deportivo a cuidar los jardines del lugar.

En un parpadeo se fueron cinco años de prosperidad y abundancia, y una mañana al mirarse al espejo se encontró con un rostro arrugado y plagado de canas en la barba, pero también era rostro del hombre más feliz que hubiera visto en su vida. Se le humedecieron los ojos y con la garganta hecha un nudo dijo:

–Gracias papá.

 

«La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.»

Gabriel García Márquez