Por aquél entonces yo me juntaba con los más irresponsables e irreverentes chicos del salón. Ya estábamos en segundo grado de secundaria y habíamos hecho tantas fechorías que cuando mi hermana (menor) entró a la misma secundaria, inmediatamente fue puesta bajo vigilancia tan sólo por llevar el mismo apellido que yo. Con el tiempo ella, al tener buena conducta y buenas calificaciones les demostró a los profesores que éramos completamente opuestos.

Sólo por mencionar algunas cosas para darles una mejor idea de cuál era nuestro nivel de «gandayés» hubo columnas desviadas (literalmente hablando) por movimientos que sólo profesionales se atrevían a efectuar, corneas quemadas por solventes, profesores que en llanto pidieron que paráramos y hasta un director arrodillado frente a nuestro grupo para rogar que durante la supervisión no hiciéramos alguna estupidez (y si se lo preguntan, sí, éramos seres sin corazón, y sí hicimos una estupidez incluso cuando el director se había arrodillado, pero hablando en nuestro favor sólo diré que éramos adolescentes y que nuestra corteza prefrontal estaba en remodelación y no pudimos darnos cuenta de lo estúpidos que fuimos).

Una mañana de aquella alocada época nos encontrábamos en el salón sin supervisión. El profesor aún no entraba y yo mal gastaba mi tiempo sentado en mi lugar jugando con un pequeño carrito de juguete que de manera misteriosa había terminado en mi mochila el día anterior. Recuerdo que los chicos con los que me juntaba andaban de aquí para allá, seguramente haciéndole alguna maldad a alguien, y en ese preciso momento entró al salón el canoso, nalgón y amargado profesor Margarito (quien eliminó mi pasión por las letras durante años). Fijó su prejuiciosa mirada en mí y me pidió que me saliera del salón y me fuera directo a trabajo social. Mis compañeros al escuchar su voluntad corrieron a sentarse a su lugar y yo obedecí, esperando a que detrás de mí salieran otros de los muchos indisciplinados de la clase, pero fui el único al que sacó ese día. Sentí bastante coraje porque yo, por lo menos estaba en mi lugar cuando mis compañeros brincaban de un lado a otro gritando como monos rabiosos.

Cuando la trabajadora social me recibió me miró con ojos de «ya te habías tardado» (había estado en su oficina otras dos veces esa semana, y a penas era martes (lo sé porque en la cooperativa ese día vendían hamburguesas)):

-¿Y ahora qué hiciste? –Dijo sonriendo y subiendo el codo sobre la mesa para recargar su barbilla sobre su mano.

-Esta vez nada –Dije con coraje.

-No estarías aquí –Rápidamente posó su mano sobre su cintura -, si hubieras hecho nada.

-Bueno… Sí, pero no era para tanto –Ella soltó una pequeña risa y relajó su postura. Yo continué un poco más exaltado-. Lo que pasó es que el de español, Nalgarito –Ella no pudo contener la risa y repitió su apodo -, me sacó porque estaba jugando con un carrito, pero es injusto, porque los demás hacían cosas peores y sólo me sacó a mí.

-Ya –Dijo mientras sonreía condescendientemente -. ¿Por qué no vas a la cooperativa y nos compras una hamburguesa? Yo te invito.

En la cara se me dibujó una sonrisa enorme y el coraje se esfumó. Fui por las hamburguesas, las comimos y al terminar retomé el tema, pero ahora con más calma.

-¿Por qué sólo me sacó a mí, tiene algo contra mí?

-Tal vez cree –Dijo pensativa -, que tú eres el que pone el desorden. Si sacas a la manzana podrida del canasto las demás no se pudrirán.

Medité un poco sobre ello y reconocí que muchas veces me fastidiaba que los profesores tuvieran el control sobre nosotros en base a chantajes y amenazas. Nalgarito era un experto en ello, así que seguramente lo había saboteado más veces de las que yo podía recordar. Decidí que en su siguiente clase me comportaría.

No pude.

La siguiente clase me junté con mis secuaces y me volvieron a sacar. También la clase siguiente, y la siguiente y la siguiente. Al final me fui a extraordinario de español y cómo todos los demás extraordinarios a los que me fui, lo pasé con 10 (los maestros siempre se sorprendían, porque no era posible que un chico que no entró en todo el año a sus clases terminara presentando un extraordinario y pasándolo con 10, pero los exámenes nunca me parecieron difíciles, sino sus métodos de enseñanza)

El siguiente ciclo escolar decidí que comenzaría de ceros y que era una gran oportunidad para reivindicarme, pero había estado analizando mucho lo que la trabajadora social dijo aquél día, así que pensé que por mi culpa los demás estaban reprobando también y que a ellos les costaba más trabajo que a mí pasar los exámenes. Fui y me senté junto a una niña (de la que viví enamorado los tres años de secundaria) que además de inteligente era sumamente empática y ya no les menciono lo bonita. Se llamaba Gabriela Valdivia Campos (Como si uno pudiera olvidar el nombre de esos primeros e inocentes grandes amores). Comenzamos a pasar mucho tiempo juntos en clase, pero en los ratos libres regresaba con mis desaliñados amigos para disfrutar de momentos prolongados de inconsciencia. Al paso de los meses algo comenzó a pasar; mis calificaciones comenzaron a mejorar y las del grupito que se sentaba hasta atrás seguían igual o peor. Yo no estaba pudriendo a esos chicos, sino que nos pudríamos al estar juntos y se debía a nuestra propia naturaleza. Ese último año reprobé menos materias.

Los siguientes años comencé a ser muy selectivo de las personas con las que pasaba mi tiempo. Buscaba rodearme de gente a la que yo admirara o tuviera alguna cualidad que yo deseara para mí. Por ejemplo, si quería bajar de peso me juntaba con los chicos que se la pasaban haciendo deporte en las canchas, pero si por las noches ellos querían ir a algún bar a ligar, prefería decirles que no, así sólo me quedaba con sus cualidades y no con sus vicios. Si quería aprender a tocar la guitarra me juntaba con puros músicos, pero siempre y cuando fuera mientras tocáramos la guitarra y no estuviéramos echando relajo, pues si empezaban a beber (en ese tiempo bebía) seguramente me perdería con ellos en una vida de alcohólico. Si quería aprender a editar audio, fotografía y video, simplemente comenzaba a entrar a las clases de los profesores que impartían esas clases (y eso implicaba ir hasta los sábados a la escuela), pero si querían ir a caminar a la plaza, prefería decirles que me quedaría a la clase de otro maestro (para no adquirir alguna afición rara por el manga o peor aun, por el hentay)

Me costó trabajo pulir la técnica de seleccionar a mis amistades, pues hay cualidades como seguridad (autoestima) o el don del verbo, que no tan fácilmente puedes adquirir de alguien más, pero al fin lo logré.

También está la otra cara de la moneda. Hay personas con las que te encariñas y deseas pasar más tiempo con ellas. Al final comparten tanto que sin querer te llevas también lo malo de esa persona. Otras veces veía personas buenas que necesitaban un empujón y creía que si yo me juntaba con ellos podrían llevarse algo bueno de mí y con frecuencia así fue. Por supuesto yo también me llevé algo bueno de ellos.

Hoy en mí, no sólo están las enseñanzas y valores que mis padres me dieron, también llevo un poco de todas las personas que he conocido y admirado. Desde el hábito de ser empático y solidario con los demás, que aprendí hace casi 15 años de una chica llamada Gaby, hasta un poquito del corazón de oro que tiene mi novia.