¡No lo muevas! –Dijo mi papá exasperado -. ¡NO-LO-MUE-VAS!

Me sentí mal. Sólo era un niño tratando de ayudar a su padre a soldar un tubo de cobre en un caluroso día de Junio, y no lo estaba haciendo bien. Me concentré en no mover el tubo, pero entre más me esforzaba más lo movía. Continuó calentando la soldadura con el soplete, y despidiendo ese tóxico hedor que no me dejaba respirar bien, cosa que sólo empeoraba la situación. Al poco tiempo se detuvo.

Ya suéltalo –dijo fastidiado. Al igual que todas las veces en que lo vi haciendo una actividad de ese tipo (que fueron muchas, ya que tengo más recuerdos de mi papá trabajando que haciendo cualquier otra cosa), llevaba un cigarro encendido en la boca que no apartaba de sus labios ni para tirar la ceniza, cosa que le daba un aire de matón. Se puso de pie y me dedicó una mirada severa a través de sus grandes lentes de moldura metálica que se oscurecían con la luz. Se dio la vuelta con el tubo en la mano, lo recargó en la pared y terminó de hacer el trabajo sin mí. Yo salí con la autoestima por los suelos en busca de mis amigos para distraerme un poco. No me di cuenta en ese momento, pero años más tarde reflexioné en ello y me descubrí que a partir de ahí comencé a distanciarme de él. Cada que lo miraba haciendo actividades como esa, prefería sacarle la vuelta. Prefería que me llamaran «mal hijo».

Un día una rata se metió al patio de la casa y mi mamá entró en pánico (le tenía tanto miedo a los ratones que alguna vez la vi subir de un solo salto al mueble más alto y próximo a ella) y le exigió a mi papá que la sacara de la casa. Tomó una escoba y me la entregó, después se armó con el jalador, la manguera y comenzó la cacería.

Pasaron algunas horas y no habíamos conseguido ahuyentar o capturar al intruso. Se había estado escondiendo entre las cubetas, la lavadora y el mueble con las herramientas de mi papá. Ya comenzaba a oscurecer y seguíamos como al principio, sólo que con el patio más mojado.

Mi papá volvió a mirarme con severidad y luego miró a mi mamá a través de la puerta de vidrio que daba al encharcado patio.

-Háblale al chino –dijo con tono cansado.

El chino era un niño un año más grande que yo. Era moreno, de facciones duras y gozaba de una tremenda facilidad para cualquier actividad física. Era un excelente futbolista y un excelente peleador; y lo sabré yo, que nunca me había dejado de nadie y más de una vez peleé contra él. En todos los encuentros terminé tirado y con el rostro empapado en lagrimas o sangre. Jamás le gané, pero jamás me dejé de él.

Mis papás le tenían mucha confianza y lo trataban como a un hijo. Ellos nunca supieron que entre el chino y yo siempre hubo mucha fricción, pues este gozaba abusando de los más sumisos y yo siempre estaba defendiéndolos.

Cuando escuché que mi papá le dijo eso a mi mamá yo sentí un vacío en el estomago.

Mi hermana y mi mamá fueron corriendo a buscarlo y no tardó mucho en aparecer con su habitual uniforme de futbol. A mí me pidieron que me metiera a la casa.

Antes de lo que imaginan mi papá ya había hecho que la rata corriera hacia el chino y este la había atrapado con la escoba. Había hecho en menos de cinco minutos lo que mi papá y yo no habíamos intentado hacer en, quizás, un par de horas.

Yo hice lo mismo que las otras veces; salí y busqué a mis amigos para distraerme un poco y los dejé en su pequeña celebración. Tenía la autoestima muy dañada.

Gran parte de mi infancia y adolescencia creí que era un bueno para nada. Parecía que todas las habilidades con las que soñaba mi papá eran inexistentes en mí.

Al pasar de los años, la relación entre padre e hijo se limitó a ver la televisión juntos. Todo lo que tenía que aprender como hombre lo aprendí junto con mis amigos (los cuales también contaban con sus dos padres, pero que padecían la indiferencia del hombre de la casa). Descubrimos juntos cómo rasurarnos, cómo acercarnos a las chicas o cómo superar el desamor, entre muchas otras cosas.

Mi papá se acercaba más a mis amigos que a mí. Les daba buenos consejos y los trataba bien. Ellos me decían que tenía un buen papá, pero yo no les creía.
En alguna ocasión estábamos parados afuera de la casa de mis papás y mi papá salió para regar su abundante y hermoso jardín. Yo había entrado por una chamarra para poder irnos al cine. Cuando salí de nuevo mi papá le estaba diciendo a mis amigos una frase que jamás olvidaré y que cambió mi manera de ver el mundo:

«En lo que sea, pero el mejor… Si vas a ser barrendero –dijo mirando a uno de mis amigos -, no importa, pero quiero que seas el mejor barrendero.»

Sólo escuché eso y luego les dije a mis amigos que ya nos fuéramos. Ellos sonrieron y se despidieron de mi papá. No pararon de hablar de lo sabio de su consejo. Yo no opiné aquella noche, pero hice esa frase muy mía.

Comencé a tener una personalidad más definida y aparté de mi mente la idea de no poder ser el hijo perfecto para mi papá. Comencé a vivir mi vida para mí. Disfruté descubriendo que algunas personas admiraban la forma tan clara con que expresaba mis ideas. Que muchos me querían porque siempre los estaba defendiendo de los abusivos. Que las niñas de mi edad se acercaban tímidas cuando tocaba la guitarra, pero no sólo por la guitarra era que se acercaban. Amaba la música, la pintura y la escultura. Descubrí que dibujaba bastante bien. Desarrollé una pasión por lo macabro que nadie en casa comprendía, ¿y saben algo?; ninguna de todas esas cosas las hacía alguien más en casa.

Comprendí que era único. Y que misteriosamente había nacido para ser bueno en muchas otras cosas.

Mi familia, que prefería pasar su tiempo libre viendo novelas (incluyendo a mi papá), me aceptó. Me dejó ser yo y no me juzgó. Ese fue el mejor regalo que pudieron hacerme.

Con el tiempo comencé a sobresalir en las cosas que realmente amaba hacer y esta vez se sintieron orgullosos.
Llegó el día en que durante el abrazo navideño mi papá me dijo que se sentía orgulloso de mí. Creo que todos terminamos por comprender de alguna forma que, como dice Jodorowsky:

«Todos servimos para algo, pero no todos servimos para lo mismo»