Abrí la puerta y me abofeteó el implacable silencio. Era la primera de muchas veces que abriría esa puerta y no me recibiría mi hija. Se había ido. Fue un golpe certero en mi alma y el hematoma en ésta comenzaba a ensombrecer mi semblante.
No encendí la luz y me dejé engullir en la oscuridad por aquella monstruosa y vacía casa. Cerré la puerta y caminé a mi habitación. Me quedé sin fuerza frente a la cama y me dejé caer sobre ella. Ahí pasé algunas horas, mirando a la luz naranja que se colaba entre las cortinas, pensando en qué era lo que seguía y cómo debía de actuar.
Sin tener claras las cosas me quedé dormido.
A la mañana siguiente decidí que mientras tomaba una decisión lo mejor sería continuar yendo al trabajo y seguir haciendo lo que mejor sabía hacer y por lo que ahora algunos apasionados del medio me reconocían. Llegué a la escuela y comencé a dar clases a los alumnos de comunicaciones. No sé si ellos notaron algo distinto, pero si así fue, nadie dijo una palabra que insinuara algo respecto a lo ocurrido; de hecho, fue todo lo contrario, comenzaron a notar un aumento en la pasión con la que impartía las clases y lo agradecieron bastante, pero cuando al fin todos se habían ido, me sentaba frente a una computadora y me ensimismaba durante horas, editando un video, alguna imagen o escribiendo un guión. Por esos días tenían que subir las chicas de recepción para avisarme que estaban por cerrar la escuela y que ya era hora de irnos a casa. Me iba con mucho pesar y cuando llegaba a la vacía casa me daba cuenta de que mi jornada en el infierno a penas estaba por comenzar. El infatigable silencio martillaba mis tímpanos y me recordaba que su voz se había ido. Estaba seguro de que no tardaría mucho en perder la razón. Los primeros tres días fueron tremendos. Creí que no llegaría a la semana. Luego conseguí, casi sin darme cuenta, llegar a los 15 días, pero la oscuridad dentro de mí no paraba de crecer. Sabía que todo ese dolor, tarde o temprano, terminaría volcándose en ira y seguramente la vertería sobre mí y mis pocos logros.
Una mañana, saturado de ese tipo de ideas, entré al baño y detrás del bote de basura vi una araña patona. No era grande, pero tampoco pequeña, sólo una araña. La contemplé por unos segundos y luego dije «Bienvenida al infierno. Ponte cómoda»
Salí a hacer mi trabajo y me olvidé, pero cuando volví en la noche y pasé al sanitario, me encontré con ella de nuevo y sentí algo raro. Me alegré.
A la mañana siguiente cuando entré al baño la vi de nuevo, caminando por debajo del lavabo, y cuando me vio entrar, se detuvo como si la hubiera sorprendido infraganti.
-No te detengas, sólo vengo a cepillarme los dientes y darme una ducha.
Cuando terminé de ducharme ya no estaba.
Por la noche, llegué y el primer lugar al que me dirigí fue al baño. Ahí estaba y había construido una muy delgada telaraña entre el bote de basura y el escusado. A penas unas visibles hebras. «Está muy débil» pesé. Me senté frente al escusado y dije:
-Parece que tu día estuvo bastante ocupado, ¿no? –Silencio -. El mío también, pero al final dimos lo mejor que pudimos, ¿no?
Seguí hablando con ella y antes de retirarme le pregunté si tenía nombre y como no me respondió le dije que tal vez podría llamarla George. «El que calla otorga» así que decidí dejarle ese nombre.
A partir de ese día comencé a hablar con George mientras me bañaba, mientras cepillaba mis dientes o si… bueno, ya saben. Todas las mañanas y todas las noches hablé con George. Le conté mis problemas y también mis logros. Antes de darme cuenta ya disfrutaba al llegar al infierno; preparar la cena, hacer ejercicio y platicar con George eran parte de mi rutina.
No estoy muy seguro de cómo superé ese episodio, pero sé que no sólo use el trabajo como terapia, sino que George fue parte importante del proceso.
Los últimos días que viví en esa casa ya tenía plantas por todas partes, esperando a que un día entrara alguien para hacerle compañía a George y así fue, pues un día al llegar del trabajo, me encontré con que George había sido mamá. Fue uno de nuestros días más felices. (Me disculpé por creer que era macho).
Días más tarde me fui de esa casa, pero no sin antes, sacar a George de ese infierno. La coloqué en un buen lugar y me vine a vivir al DF.
Por favor, por pequeña que sea la vida, cuida de ella.
El que no valora la vida no se la merece.
Leonardo Da Vinci