Las personas han dejado de mirarme y he pasado a ser un algo que forma parte de la decoración urbana. Aveces creo que no me miran porque mi aspecto les desagrada, pero no es eso, y lo sé porque cuando los adolescentes adictos al alcohol y a la marihuana me patean para su diversión, la gente sólo echa un vistazo y continúa con su camino, con la cabeza en sus asuntos y en sus problemas. No es que les de asco, es peor; es indiferencia.
Alguna vez tuve una familia, un empleo y un hogar, pero la vida da vueltas, y lo que creí era la mayor bendición del mundo, pronto se convirtió en una maldición que no me dejaría ver un mundo diferente al que ahora estoy viviendo.
El día más feliz de mi vida creía que había sido a los ocho años, cuando los reyes magos me trajeron una hermosa bicicleta azul con la que daba prolongados paseos por aquella primitiva, pero hermosa colonia de Ecatepec, pero el tiempo me mostraría que aún había una felicidad más grande y fue cuando vi nacer a mis hijos. Cuando los cargué por primera vez. Aun recuerdo sus suaves y pequeñas manitas acariciando mi rostro. Descubriendo el mundo con cada toque, vistazo, aroma, sabor y olor. Ahí, sobre mis brazos, encontré la felicidad mas absoluta.
Pero con la aparición del día más feliz de mi vida venía marcado el día más horrible; el día en que la pesadilla comenzaría.
Primero vino mi hijo, el mayor. Lo vi gatear y dar sus primeros pasos, el día en que dijo su primera palabra, me enteré de que ya venía en camino su hermanita. Ese día descubrí que el corazón tiene una capacidad infinita para amar. Ya amaba a mi hija antes de que ella legara a este mundo.
Un año después, ahí estaba. Con una bebé en brazos y un pequeño barón corriendo como loco por toda la casa. El amor era mucho, pero el dinero no alcanzaba y mi pareja me lo recordaba todo el tiempo. Aún así, yo era muy feliz.
El dinero fue una bola de problemas cuesta abajo. Comenzaron las discusiones sobre cómo se debía de administrar lo poco que había, que evolucionó en lo poco que ganaba, que más adelante serían interminables discursos sobre mi mediocridad. Y las peleas se prolongaron hasta que un día llegó su indiferencia.
No soy estúpido, sabía lo que significaba esa indiferencia: había alguien más.
Al principio, su silencio me pareció un regalo. Las discusiones, los gritos y los reclamos se detuvieron casi de un día para otro. Incluso vi que mis hijos estaban más tranquilos. La felicidad regresó a mi rostro, pero sólo sería la calma que precede a la tormenta.
No pasaron ni tres meses cuando un noche, al regresar del trabajo me encontré con la casa vacía. Se había ido llevándose todos los objetos de valor, y no me importó ni ella ni las cosas, sino mis hijos. Se los había llevado. Me sentí devastado.
No sé cuánto tiempo estuve llorando, ni cuánto tiempo me quedé en casa. Dejé de ir a trabajar y lo único que miraba era la nota. La nota en la que me reprochaba por el dinero, mis pocas aspiraciones y a resumidas palabras mi infinita mediocridad. Aseguraba que sin mis hijos no podría salir adelante y que los alejaba de mí antes de que terminaran como yo. A resumidas palabras era sobre mi infinita mediocridad.
El tiempo se torno raro y cuando me refugié en el adormecedor alcohol, la realidad también se tornó extraña. Tenía una casa vacía que solía llenar con falsos amigos sólo para no pensar en cómo me habían arrancado el corazón del pecho.
Mis amigos más antiguos me ayudaron en un principio y traté de corresponderlos. De hecho pude lograrlo por un tiempo. Le bajé al alcohol y hasta me conseguí otro empleo. Para ese momento ya habían pasado casi diez años sin saber nada de mis hijos.
Una noche llamaron a la puerta y cuando la abrí me encontré con un adolescente apunto de entrar en la edad adulta. Sí, era mi hijo. Mi corazón se desbocó y antes de que siquiera le diera un abrazo él me detuvo.
–¿Por qué no hiciste nada para buscarnos?
Tras esa pregunta en la que no supe cómo responder, le siguieron un montón de cuestiones sobre quién era ahora y qué había hecho de mi vida. Al termino de la charla llegó el veredicto: Mediocre.
Se fue con desprecio y asco en el rostro. Me enfrentaba una vez más a la indiferencia, pero esta vez era por parte de mi propia sangre.
Sus palabras reverberaron en mi alma por el resto de mis días.
A partir de entonces el tiempo regresó a ese incomprensible estado en el que no podía definir si era de día o de noche, si habían pasado semanas o años. El alcohol regresó a tener ese efecto adormecedor que me permitía tolerar el dolor. Mis amigos regresaron para intentar ayudarme, pero esta vez no tuve la fuerza para salir adelante y terminé por agotar su paciencia. También apareció su indiferencia.
Creció el bello en el rostro y el cabello. Pronto una peste a orines y heces se hizo parte de aroma cotidiano. A veces iba a dormir a mi casa, pero generalmente dormía en la calle, pues lo drogadictos que al principio invité para hacerme compañía en mi dolor, terminaron por convertir la casa en un picadero de piedra. Ahora estaba llena de adolescentes que sólo querían desquitar con alguien todo el dolor que les causaba la indiferencia de sus padres. Si no, ¿por qué un adolescente de 15 años estaría a las 3 de la mañana quemando crack en la casa de un hombre que todo el tiempo apesta a orines?
Un día, pasaron frente a mí una ex de la preparatoria junto con su madre y sus dos hermosas hijas adolescentes. Me alegré de verlas juntas, como una familia. Una sonrisa se dibujó en mi rostro, pero la crecida barba blanca no permitió que se viera. Pasaron junto a mí, sin siquiera notar que las estaba mirando. Había dejado de existir como una persona y ahora era como una bolsa de basura, de aquellas que abundan en Ecatepec. Ahora sí, le era indiferente a todo el mundo.
Aquellas palabras que me dijo mi hijo sellaron mi destino. Fueron el dolor más grande que conocí. Incluso más que las quemaduras de segundo y tercer grado que me provocaron un grupo de adolescentes resentidos con el mundo. No se tocaron el corazón para bañarme en gasolina y prenderme fuego. No lo pensaron ni dos veces al arrojarme el cerillo encendido que me mandaría al hospital por una semana. Me hubiera gustado que esa acción hubiera llevado a mi familia a visitarme al hospital, y entonces habría sido un regalo, pero nadie acudió a verme.
Una noche alguien debió de dar la indicación de que le estaba costando mucho dinero al hospital y no había garantía de que alguien fuera para cubrir los gastos. Dejaron que la indiferencia se encargara de mí.
Dedicada a Agustín. Un hombre que jamás conocí, pero que me ha comenzado a curar de la indiferencia.