La enfermera había puesto a hervir agua para té y de regreso a la sala dejó la cajita de cerillos sobre la mesa, olvidándose de una de las tantas reglas de la casa; “No dejar encendedores o cerillos cerca de Doña Tita”. Regla implementada hacía dos años, cuando Doña Teresa casi le prendió fuego a su antigua residencia. Ahora no podía apartar aquella inocente mirada plagada de arrugas, de la hermosa y diminuta cajita que contenía 50 oportunidades para pintar el mundo entero de rojo, naranja y blanco.
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A esa misma hora, el Talos, líder de uno de los carteles más poderosos del Sur de la república mexicana, se encontraba en el Estado de México para poder apoderarse de uno de los mercados más grandes de todo el centro del país. Sin duda Ecatepec era un punto clave para poder introducir su material en el Distrito Federal y no iba a ser posible sin antes convenir con el gobernador y su esposa cuáles serían los porcentajes que recibirían por dejarlo trabajar en el municipio con fama de tener más adictos a la marihuana y cocaína que al propio tabaco y alcohol.
María se había encargado de los preparativos para la cena, pues si todo salía bien, ella y su marido (el gobernador), estarían recibiendo cerca de 3 mil millones de pesos por año, asegurando a sus hijos un futuro en las mejores escuelas no sólo del país, sino del mundo.
María no había reparado en gastos a la hora de comprar alcohol, tabaco, cocaína y damas de compañía. La cena sería un éxito.
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Daniela, la enfermera, la había dejado a solas pensando que si le encendían el televisor y le retiraban el bastón, la amable viejecita de 85 años no podría siquiera pararse del sofá.
Tenía un ligero problema de sobrepeso, las articulaciones deshechas, ceguera avanzada en un ojo y problemas de oído. Además hacia tiempo no que no podía reconocer siquiera a su propia hija y mucho menos a cualquier otra persona con su misma sangre. Hablaba sola todo el tiempo y cada día despertaba en una época diferente de su vida. Un día creía tener 30 años y al siguiente 60. A veces despertaba en una pequeña choza a la orilla del mar de Acapulco, luego dormía una siesta y despertaba en la casa de su hermano en la Ciudad de México. De un momento a otro creía estar en su propia casa con el endiente de tener la comida lista para cuando llegaran sus hijos de la escuela, y después ya estaba en casa de su comadre, esperando a que alguien llegara para relevarla de su responsabilidad de cuidar a los niños, aunque la casa tenía 20 años sin niños.
Había olvidado bastantes cosas, como el día en que falleció su esposo, el nombre del perro, el rostro de su nieta y hasta su propio cumpleaños, pero lo que jamás habría de olvidar era lo que sentía antes, durante y después de prenderle fuego a cualquier objeto. Sabía perfectamente que entre más grande el incendio, más prolongado sería el placer. Recordaba a la perfección los últimos incendios que había provocado y sobre todo que nunca la había atrapado.
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José Manuel Ávila Hernandez, esposo de María, estaba terminado de comer con Godinez, su contador de confianza, y Lopez, su abogado privado. El tema central era a dónde iría a parar todo el dinero que estaba por recibir. Pues para el final de la cena tenía contemplado recibir el primer pago correspondiente al primer mes de labores. A partir de ahí él quería disponer del dinero las 24 horas del día, pero sin tener que rendirle cuentas a nadie. Se convino un presta-nombre y múltiples cuentas en el extranjero.
El abogado fue muy entusiasta durante toda la noche. Parecía saber cómo proceder ante cualquier inconveniente que pudiera surgir, pero Godinez, el contador, se limitaba a responder las preguntas que le hacía el gobernador. Godinez lo miraba y pensaba que ya no era más ese pequeño niño intrépido con el que creció. Ahora era un hombre poderoso que sólo vivía en busca de más poder. Buscando la presidencia del país con la misma tenacidad con la que un gato caza a un ratón. Ya no jugaban más a las canicas, como en la primaria, ya no jugaban “burro 16” como en la secundaria y tampoco buscaban acostarse con chicas de las otras licenciaturas como en la Universidad. Manolo había dejado de existir hace tiempo y en su cuerpo se había quedado la parte más oscura de él. Un ser despreciable que se hacía llamar Licenciado José Manuel Ávila, gobernador del estado. Un ser que tenía que abusar de su posición para probar su poder. Un ser que buscaba humillar a los trabajadores por ser morenos, chaparros o una combinación de ambas. Un ser que huía de la gente de escasos recursos, como si la pobreza fuera contagiosa.
Lo que más perturbaba a Godinez, era la cantidad de personas que iban a morir cuando este trato se cerrara. La cantidad de jóvenes que perderían la vida en busca del narco-sueño.
Ellos ni siquiera eran de Ecatepec y ya lo estaban vendiendo. ¿Cómo podían sentirse con ese derecho?
Brindaron con el vino más costoso de la casa y antes de beber. Godinez imagino que la copa estaba llena de sangre y aún así, la acercó a su boca y bebió de ella.
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El movimiento con el que alcanzó la caja de cerillos fue felino. Incluso sobrenatural. A pesar de que el piso era viejo y de madera, éste no tronó o rechinó una sola vez. Cuando sacó de la caja el primer cerillo, la adrenalina y la ansiedad comenzaron a invadir ese viejo cuerpo. Al encender el primer cerillo, sus pupilas se dilataron y una serie de recuerdos provenientes de su infancia se agolparon en su cabeza y un momento de lucidez la embargó.
Recordó su primer incendio como si lo estuviera viviendo en ese mismo momento. El aire era frío y a veces llegaba el lejano aroma de un anafre encendido con madera rojiza de ocote y carbón. Era época decembrina y todos los vecinos se habían puesto de acuerdo para la tradicional posada. Estaban en camino al zaguán de los Hernández entonando el cantico respectivo de las posadas. A Teresa Díaz todavía le restaban 70 años de “lucidez”, pero una de sus más intensas pasiones estaba por comenzar. El tío Alberto había estado pendiente de cómo miraba la flama de la vela de las personas más próximas a ella. Confundía su mirada de pirómana con la de una pequeña deseando ser lo suficientemente mayor como para sostener una vela encendida. El tío Alberto sacó una vela de su chamarra de piel y le dedicó una mirada de empatía. A sus 10 años, le habían dado por primera vez una vela para que peregrinara como una niña mayor. Cuando la tuvo en sus manos una sensación completamente nueva la invadió y de su boca dejaron de emerger los canticos y comenzaron los delirios. El tío Alberto acercó su vela y encendió la de la pequeña Teresa. Supo de inmediato qué quería hacer con ella. Se perdió rápidamente entre los adultos y los chicos mayores, sosteniendo la vela con una mano y con la otra cubriéndola del viento para que esta no se esfumara, buscando a la hermosa morena de melena larga y china llamada Eulalia. Cuando la divisó, con su bello vestido folclórico y su radiante cabello suelto, no lo pensó dos veces. Acercó la flama a su espalda y la miró trepar por su cabello para convertirla en una hermosa llamarada. Después sintió la mayor de las satisfacciones y todo dejó de importar. La ansiedad con la que había llegado la vela, se fue con el cabello de Eulalia. Todos los gritos y regaños, todos los golpes que su alcohólico y machista padre le propició, desaparecieron. Todos sus problemas se resolvieron. Nadie se enteró jamás que ella había sido quien dejó a Eulalia usando un reboso sobre la cabeza por el resto de su vida.
Su corazón dio un vuelco al recordar esa primera vez y todos sus desgastados sentidos se aguzaron.
Una serie de pasos se escucharon en una de las habitaciones y supo que hasta ahí había llegado su odisea. Sopló al cerillo que ya estaba quemándole la punta de las uñas. La puerta de la habitación se abrió y escuchó con toda claridad cómo se acercaban hacia ella.
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El acuerdo que Talos haría por la noche con el gobernador era una cosa, pero tomar el territorio que los narco-menudistas sería una tarea aparte. Talos, le había pedido a el Sangres, su hombre de confianza, que trajera a los principales vendedores y distribuidores a una reunión donde hablarían de la nueva forma de operar. Por su puesto hubo quienes se resistieron un poco, pero al final accedieron tras compartir información detallada y fotos de la rutina de sus familiares. Ya estando en el lugar les quitaron sus armas y se encontraron con que el Talos no asistiría, pero el Sangressería quien les explicara que tendrían que cooperar y se quedarían con el 50% de lo que vendieran. Todos los distribuidores se negaron, por lo que se les pidió esperaran de manera obligatoria en otra habitación. En este lugar se encontraron con sus armas, decomisadas minutos antes, vino, cigarros, una baraja, un dominó y un paquete de aproximadamente un kilo de cocaína. Se les invitó a ponerse cómodos mientras terminaban la negociación con los vendedores que se habían quedado meditando la oferta. La puerta se cerró y nunca más se abrió. Nadie lo notó hasta que ya era demasiado tarde.
Del otro lado, los vendedores accedieron a quedarse con el 50%, gracias a que uno de los chicos argumentó que tal vez comenzarían a vender 3 o 4 veces más de lo que actualmente vendían, pues si el cartel del Talos se quedaba con toda la zona, ellos terminarían heredando todo Ecatepec. Los despidieron con la promesa de ponerse en contacto para comenzar a llevarles nueva mercancía. A todos se les regresó una serie de fotografías con sus familiares, amigos y parejas capturados infraganti en momentos diversos del día.
En la habitación se comenzaron a emborrachar, esperando la nueva oferta de la gente del Talos, pero esta llegó en forma de humo y fuego. Por orden del Talos, los habían encerrado y le habían prendido fuego a todo el lugar, esperando que las autoridades encontraran las armas, la droga y que pensaran que todo había sido un fortuito accidente.
Mientras todo eso ocurría, el Talos prendía una veladora en la basílica de Guadalupe y le pedía que lo cuidara, lo perdonara y le diera a él y a toda su gente lo que se merecía. Ni más, ni menos.
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Cuando Daniela se asomó se encontró con que la anciana hablaba de nuevo con la televisión, como si se tratara de una video-llamada. Seguía en la misma posición en la que la había dejado. Quitarle el bastón y encenderle la TV era algo que hacía a menudo para ganar un par de minutos y continuar haciendo otras tareas que tenía como enfermera. Apagó la TV, le regresó el bastón y se sentó con ella a conversar. Percibió un aroma de azufre en el aire y miró en dirección a la cocina. Apagó el agua para el té, le sirvió una tasa a la anciana y se sirvió también a ella misma. Daniela, terminó sorprendida de todo lo que platicaron aquella tarde. Nunca la había notado tan lúcida. La anciana no dejó de acariciar la caja de cerillos que escondió entre su vientre y su blusa, mientras le contaba la historia de su vida que una vez más cobraba forma al recordar todos los incendios que una vez provocó. Tenía tanto que no se sentía tan viva y lúcida.
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Por la noche, cuando llegó María, su hija, Daniela ya tenía todas las cosas de la anciana listas para salir a la cena con el gobernador. Le habían dicho a Daniela que por la naturaleza del evento, esta vez no podría acompañarlos, pero mandaría a la anciana, temprano con el chofer, así que tenía que estar en la casa para recibirla. Ella no objetó, aunque sabía que en ese tipo de salidas siempre terminaban olvidándose de Doña Teresa. La subieron a la camioneta y se perdieron en la noche. Daniela tenía sentimientos encontrados. Estaba feliz, por haber visto a Doña Teresa regresar del limbo en el que se encontraba de manera permanente, pero al mismo tiempo tenía un mal presentimiento.
De niña había ido a la playa con sus papás. Tenía unos 7 años. Estaba jugando con un balde a recolectar conchitas de mar. Las olas iban y venían de manera que sólo mojaban su pequeños tobillos, a veces un poco más, a veces un poco menos. Su papá se encontraba cerca, negociando con un sujeto unas pulseras con el nombre de su esposa y su hija, y mirando que su niña no fuera más allá de lo que él consideraba una distancia prudente.
Daniela se inclinó por una concha muy brillante que parecía contener todos los colores del arcoíris, se sintió afortunada. Mientras se asombraba con aquella obra de arte de la naturaleza, miraba de reojo cómo el mar se alejaba más y más. No había regresado a salpicarle los tobillos, sino que cobró fuerza y como si estuviera furioso, se precipitó sobre ella. La derribó y la revolcó. La arrastró y la soltó lo suficiente como para dejarla gritar “¡PAPÁ!”. Luego regresó deseoso de terminar su trabajo. La revolcó una vez más, la arena se le metió en la nariz y el agua salada le ardió en los ojos. Sintió que moría. Que no volvería a ver a sus papás. Quiso respirar y el agua salada y la arena le llenaron los pulmones. Algo la tomó por uno de sus tobillos y la sacó del mar. Papá había llegado, pero ella jamás volvió a disfrutar la playa y mucho menos del mar.
Esa misma sensación sentía en el fondo respecto al momento de lucidez que había presentado Doña Teresa. Como si la demencia se alejara lo suficiente, para regresar con más fuerza y arrasar con todo.
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La cena se llevó a cabo en una de las propiedades más retiradas y exclusivas del gobernador. A puerta cerrada.
Desde el momento en que Doña Teresa entró a la preciosa glorieta de la residencia de su yerno, una ansiedad casi convulsiva la asedió. No dejó de frotar con las yemas de sus dedos la caja de cerillos que aún mantenía oculta entre sus ropas. Imaginaba aquel hermoso palacio brillar en la noche como la más grande de todas las estrellas y ella la iba a hacer brillar. Estaría en primera fila.
María no se percató de que tan lucida estaba su madre, pues en el camino había estado gestionando su popular cuenta de instagram. Las dos bajaron del carro y María atrajo de inmediato las miradas de todos los hombres del Talos. Sabía que era una mujer muy atractiva y debía de serlo si quería ser la siguiente primera dama. A paso elegante se internó en la elegante residencia. Ahí ya estaban el comandante de la policía junto con un grupo de policías corruptos que ya conocía muy bien, otro grupo de hombres armados que sin duda eran la gente del Talos y el gobernador estrechando la mano de su acaudalado invitado. De principio se decepcionó y pensó que se trataba de uno más de los hombres delTalos, pues la persona que se encontraba bebiendo con él no medía más de 1:60 m. Tenía la piel muy tostada por el sol y sus facciones eran indígenas. Más que un poderoso narcotraficante, parecía un campesino, pero antes de cometer cualquier error, el gobernador la miro de la misma forma que miraba a sus hijos y a su costoso gran danés cuando debían de comportarse. En ese instante supo que él era el Talos. Godinez hubiera muerto de riza de haber presenciado la escena.
A unos metros, Doña Teresa tenía una vez más esa sensación de saber exactamente a qué acercar la flama.
La imponente residencia había pertenecido a una familia desde hace más de 200 años. Desafortunadamente se habían endeudado bastante al poner una serie de restaurantes que de haber surgido 10 años más tarde, con la llegada del zoológico, habrían sido todo un éxito, pero quebraron. El banco terminó por retirarles la propiedad y la remató en un precio tan absurdo que a penas los dejó recuperar el dinero del préstamo. El comprador, había sido el gobernador.
Constaba de una serie de de muros altos y pesadas puertas de madera, muy del estilo colonial del siglo XIX. También poseía una caballeriza y su propio pozo. Además se encontraba en una de las partes más altas de la zona, por lo cual tenía una hermosa vista de todo Ecatepec. Ahora que pertenecía al gobernador éste la había mandado restaurar y adornar con sutiles toque de iluminación por todos lados, cosa que le daba un aire moderno, sin ser así. Por fuera ostentaba una serie de arcos que adornaban la abundante cantidad de puertas altas que se encontraban bien aseguradas por barrotes, también de un estilo colonial. Esto hacía que no perdiera la estética y que al mismo tiempo se encontrara bien asegurada. Todas esas puertas fungían como ventanas, y por dentro estaban adornadas exquisitamente con preciosas cortinas rojas de algodón, que se extendían desde lo alto de los techos hasta rosar con delicadeza el suelo de madera de jatoba recién pulido. Ahí era donde tenía posada la mirada Doña Teresa. Aquellas enormes cortinas prenderían como lo había hecho el cabello de Eulalia tantos años atrás.
Por la cantidad de barrotes, en todo el lugar sólo tres puertas permitían el acceso a la residencia: la de la entrada principal, la que daba la jardín posterior de la residencia y la de proveedores, ubicada en el sótano. Por la naturaleza de la reunión se aseguraron las puertas tanto de proveedores, como la que daba al jardín trasero. Una vez que todos los invitados se encontraban dentro, la puerta principal también se cerró.
La cena se llevaría acabo en la sala principal, donde ya los esperaba el tradicional caldo de indianilla junto con los famosos “moscos” un licor dulzón hecho a base de frutas que solía ser el favorito del gobernador para cerrar negocios. Todos los que se tenían que sentar a la mesa lo hicieron. La gente del Talos que tenía que hacer guardia fue invitada a conocer el lugar y posteriormente se les invitó a pasar a otra habitación donde también ya estaba listos una serie de platillos y bebidas alcohólicas tradicionales del Estado de México.
La cena y las formalidades iban viento en popa. No se hablaría de negocios hasta que el gobernador y el Talosestuvieran entonados y por supuesto en un lugar más privado. Hasta ese momento, María se había olvidado de su madre, que ya rondaba silenciosa como alma en pena, los pasillos de le lujosa residencia.
Para la gente del Talos no representaba mayor amenaza que la de una mosquita de fruta rondando por ahí. De hecho, cualquiera que la hubiera visto observando las cortinas, habría pensado que se trataba de una solemne mujer de paso cansado y dependiente del bastón, cuidando que su dinero estuviera bien gastado. Después de unos minutos dejaron de observarla y se pusieron a charlar de cosas tan cotidianas como la familia y las amantes. Fueron conducidos a la sala contigua donde comenzaron a llenarse la barriga. Sólo el Sangres titubeó y le pasó por la cabeza ponerle marca personal a aquella dulce mujer, pero luego pensó que podría perjudicar los negocios del patrón.
Cuando ya no vio a nadie, Doña Teresa actuó como si tuviera 60 años menos. Se encaminó a las cortinas que había visto en la entrada principal y sacó de entre sus ropas la cajita de cerillos “Clásicos de Lujo”, con la imagen compuesta de un templo griego a lo lejos, la amputada Venus del Milo y un ferrocarril atravesando un inclemente desierto, de la marca “La Central”. De ella extrajo la perfecta, pero agresiva mezcla de fósforo y azufre, y lo frotó contra la diminuta lija que reposaba al costado de la caja.
Las cortinas ardieron como sólo el algodón podía arder. Las pupilas se le dilataron y la luz entró con más fuerza en su memoria. Recordó haber entrado de noche a la iglesia para empujar con un dedo una de las veladoras. Esta cayó y rodó hasta los pies de un enorme santo donde encendió su habito. Vio las llamas trepar por él y saltar a los cansados cuadros que adornaban aquella sección. Miró las llamaradas crecer y lengüetear la bóveda, y borrar las dos primeras series de paneles al fresco mandados pintar para la visita del Obispo. Vio la iglesia de su pueblo arder hasta los cimientos. El incendio se le atribuyó a una veladora caída. Un accidente.
Teresa salió del trance y supo que tal vez este sería su ultimo incendio. Corrió rumbo a las cortinas más próximas y luego a las siguientes y a las siguientes en un estado de ensimismamiento y euforia. En sus ojos brilló una vez más la luz de la vida y por supuesto, de la muerte.
Terminó con aquel enorme pasillo y dio vuelta sobre sus talones, corriendo de regreso para prenderle fuego a las cortinas del ala este. Corría como un espíritu desquiciado de cabellos blancos y sonrisa enferma. Con la punta de sus dedos tocaba las cortinas en llamas mientras regresaba sobre sus pasos y no paró sino hasta que topó con las cortinas a las que no les había prendido fuego. Ahí se percató de que la madera de las ventanas había comenzado a encender y también que las flamas se estaban tratando de aferrar a la gruesa madera de la puerta de la entrada principal.
Los techos altos estaban haciendo de cómplices soportando las grandes cantidades de humo que exhalaban las cortinas, pero no tardaría en darse cuenta la gente del Talos, así que tenía que actuar aún más rápido. Ahora se dirigió a los pasillos donde sabía que nadie la vería.
Cuando los hombres del Talos se dieron cuenta de que no se les había quemado algo en la cocina, ya era demasiado tarde. Todos habían quedado encerrados y no había manera de salir.
El gobernador no tuvo tiempo ni de comprender por qué el Talos había desenfundado su arma y le apuntaba justo en medio de los ojos y entonces le metió un tiro en la frente. Talos tenía un pequeño dispositivo en la oreja por la cual estaba en contacto con el Sangres y pudo escuchar sus gritos y los de los hombres que lo acompañaban en el momento en que el fuego los alcanzaba y cocinaba vivos.
Su gente no esperó la indicación y comenzaron a disparar contra el comandante y los policías corruptos ahí presentes. Ningún policía desenfundó a tiempo.
Le pidió a su gente que le dieran sus chamarras y abrigos. Se las puso encima y salió corriendo. No pudo recorrer ni 10 metros cuando se paró en seco, estaba viendo la virgen formada por las llamas de una de las puertas chamuscadas. Quiso arrepentirse, pero antes encontró su muerte bajo una enorme viga de madera que le partió la cabeza como si fuera un huevo. El hedor dulzón de su carne inundó aquella habitación. Los demás se replegaron ante las llamas e intentaron en vano quitar los barrotes de las ventanas. Ardieron hasta los huesos.
Doña Teresa murió de una manera más reveladora. Toda su vida pasó frente a sus ojos y tuvo la dicha de morir sabiendo todo lo que quemó: una iglesia, una primaria, una gasolinera, un orfanato una Eulalia.
Nunca nadie la atrapó.
Doña Teresa con su último gusto culposo se convirtió en una heroína involuntaria.
Sólo Dios sabe cuántas vidas salvó con esa pequeña cajita de cerillos.
Por: Kris Durden
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