I

La oscuridad era densa y comenzaba a sentirse abotagado en ella. Como un insecto atrapado en la asquerosa y fría gelatina negra de alguna alcantarilla. Respirar era difícil.

Entre pensamientos reverberantes y dispersos pudo consolidar con mucha dificultad una pregunta «¿Cuánto llevo aquí?»

Recordaba algunas cosas, pero era como ver la vida de alguien más a través de una serie de fotografías antiguas. Aunque se esforzaba, no podía determinar el orden de los recuerdos o saber el nombre de las personas que en ellos veía. Otras veces, sin motivo aparente, podía recordar secuencias completas como viejos fragmentos de una antigua película, por ejemplo: la enorme y reluciente arma cromada que apuntaba a su pecho, un flash que iluminaba el rostro de decenas de personas en rededor suyo, seguido del estruendo ensordecedor que lo mandó de espalda al piso, pero no recordaba el rostro de la persona que sostenía aquella preciosa Smith & Wesson, modelo 686 de empuñadura firme, recubierta con caoba y con un cañón que se alargaba hasta el infinito.

Tenía muy presente el aroma de la pólvora quemada seguido de la sensación de un liquido caliente resbalándole por el estomago, pero no había dolor, en su lugar había un sentimiento de abandono… O quizá de frustración; por saber que la vida se le escapaba por un agujerito en un corazón que amó y que jamás fue correspondido. Las luces poco a poco se fueron extinguiendo y no recuperaron su brillo hasta que despertó en esa oscuridad que parecía viva. Una oscuridad que se mecía de adelante para atrás, que a veces se replegaba lo suficiente como para dejar ver raros espejismos de gente extraña; a veces vistiendo ropas elegantes, riendo y levantando sus copas al aire para brindar bajo la cálida luz de los candelabros, y otras veces se encontraban vestidos con inimaginables harapos, en una marabunta deforme, cuerpo con cuerpo, sudando y bailando bajo hipnóticas luces frías que prendía y apagaban en desquiciados espasmos. La gente sin importar el contexto, siempre parecía disfrutar, pero él no comprendía qué pasaba en esas lejanas visiones y de lo único que parecía estar seguro, era de que eso no formaba parte de sus recuerdos. Venían de muy lejos. Venían de más allá de un dónde y de un cuándo.

 

II

Todos decían, y los que no lo decían lo pensaban; ella debía de ser la persona más feliz sobre la tierra, pero Ximena, con aquel hermoso y costoso vestido de novia, con ese delicado y fresco ramo de flores sujeto contra su vientre, con esos pequeños pendientes de diamantes y zafiros, que hacían juego con la gargantilla que su nuevo suegro le había regalado, y de pie sobre aquella hermosa escalera victoriana, no se sentía como todos decían que se debía de sentir y eso la deprimía bastante. ¿Acaso no estaba siendo agradecida?

Ximena había crecido sintiendo que no encajaba en ningún lado. En la primaria los niños la molestaban diciéndole que tenía un par de gargajos en lugar de ojos, que tenía las patas tan flacas que parecía estar caminando de manos o que tenía labios de negra, pero era pálida como un espanto de pelos de elote. Tonterías que de verdad lastimarían la autoestima de cualquier niño o niña, y no por el bobo insulto, sino por el sentimiento de no pertenecer.

Por las tardes, cuando llegaba de la escuela, se tiraba de boca sobre la cama y lloraba por largo rato, pensando en por qué Dios no la había hecho morenita, como la virgencita que la miraba desde lo alto del muro. Era una niña de 9 años a la que habían hecho detestarse a sí misma.

Aquellos años en los que cursó la primaría los recordaba muy lluviosos y grises.

Cuando llegó a la secundaria algo cambió radicalmente.

Desde que entró al aula sintió una vibra muy distinta. La mayoría estaban asustados y el miedo los hacía ser amables, porque se sabían vulnerables. Además todos habían entrado con un promedio por encima del 8.5, así que no había niños con problemas de conducta, o si los tenían, generalmente no los manifestaban frente a figuras de autoridad, por lo que a la primer llamada de atención, entendían. Era un mundo completamente distinto y más demandante a nivel académico, pero eso lo hacía un lugar mejor.

Para el siguiente año de secundaria, después de las vacaciones, había regresado muy cambiada y lo descubriría por las actitudes que los chicos de su salón de clases tendrían con ella. Pero ellos no serían los únicos, sino que también los chicos de tercero comenzarían a acercarse mucho más a ella. Le ofrecerían de sus almuerzos y la invitarían con mucha frecuencia a tomar un helado. Tardaría más de un mes en darse cuenta de que los niños la comenzaban a ver como una chica atractiva. Con cada cumplido de cada uno de esos apuestos adolescentes, ella descubriría que sus ojos eran hermosos de ese color esmeralda, que sus piernas habían dejado de ser delgadas hace tiempo y ahora se tornaban atléticas, que su cabello parecía más al de una modelo de comercial que al de una mazorca. Sus caderas se habían ensanchado y sus pechos habían crecido. Al hablar, los jóvenes de muy escaso vello facial no sabían si mirar sus hermosos ojos o sus carnosos e hipnóticos labios. Cuando estaba muy concentrada, tenía la mañana de humedecerlos muy lentamente; eso realmente los volvía locos, pero ella ni siquiera lo notaba. Lo que sí vio fue que a la mayoría los hipnotizaba su sonrisa, pero no abusó de ese recurso, sólo lo empleo para ser más autocompasiva con ella misma.

Para cuando fue a la preparatoria ya sabía que era atractiva, pero no abusaba, sino que se ayudaba de esto para consolidar a los grupos sociales en cada aula a la que asistía. Como el pegamento que podía mantener unido a todo un grupo, pero sin que nadie se percatara. Así logró que convivieran, y hasta se apreciaran, las niñas listas con las niñas populares, los hombres con las mujeres y hasta los maestros más estrictos con los jóvenes más distraídos.

En la universidad pasó lo mismo y el fenómeno se repitió en su primer trabajo. Lugar donde conoció al hombre con el que se casaría.

Él se presentó una mañana nublada en el restaurant donde Ximena comenzó a ejercer como cocinera. Había terminado a penas unos meses atrás la licenciatura en Gastronomía y había decidido empezar desde abajo, así que estaba tratando de escalar poco a poco en una de las cadenas restauranteras más importantes de Ecatepec y Estado de México. Gustaba de preparar cada cosa que le pedían con mucho amor. No sólo probaba cada uno de los platillos que salían de sus manos, sino que también los presentaba esperando que ese fuera mejor que el anterior, así que cuando podía, se daba el tiempo para mirar desde la cocina como los meseros llevaban hasta la mesa el platillo que ella había preparado segundos antes. Y si aun tenía tiempo esperaba a que el comensal diera la primer probada. Siempre era un momento muy tenso, pero al final, en la mayoría de los casos había una reacción positiva. De hecho, lo que se veía en el rostro de los comensales era júbilo. Ella sonreía y regresaba su vista a la cocina y comenzaba a preparar a toda prisa el siguiente platillo, pero con el mismo amor con el que había preparado el anterior. Así fue como él la descubrió.

Le había llamado mucho la atención que en el menú de un restaurante de tanto renombre como ese, hubiera un pambazo.

Llegó servido en un plato de barro con su típico color arcilla y adornado con finos detalles en negro. El pan estaba notablemente crujiente por fuera y barnizado por una exquisita salsa de chile guajillo. A la distancia ya se veían las verduras asomadas por el centro del pan, mezcladas con trocitos de papa y chorizo, que en realidad no parecía la convencional longaniza de la zona, sino que tenía una vista más parecida al chirizo argentino. No hubo que destaparlo para darse cuenta de que ya tenía queso finamente espolvoreado y espesa crema.

Le hizo gracias que llegara acompañado de cubiertos, pero por la clase de lugar no e atrevió a despreciarlos y tomar el pambazo con las manos, como hubiera hecho en cualquier otro lugar. Penetró con el tenedor y partió un trozo generoso con el cuchillo. Cuando se lo llevó a la boca estallaron todos los sabores al mismo tiempo y no supe cual de todos ellos era el más delicioso. Desde el chirizo con un sabor un tanto a carbón de leña, pasando por las papas que parecían haber sido condimentadas con sal pimienta y algo verde que no supo definir, hasta el pan que no sabía a un bolillo común, sino que parecía hacer sido trabajado con mantequilla.

Tras salir del trance de ese primer bocado, pidió con el chef o la persona responsable de haber hecho semejante manjar. Era impensable irse del lugar sin conocer a la persona a cargo de una delicia de esas dimensiones.

Ximena, desde la cocina lo había visto todo y comenzaba a rezar porque el Chef apareciera, pero siempre que salía a fumar tardaba más de una hora en la calle, así que seguramente tendría que ser ella quien diera la cara, pero no quería. De echo estaba en la cocina, porque el trabajo de cocina era un trabajo solitario y ella prefería estar a solas con los ingredientes que lidiar con más personas, así que eso estaba yendo en contra de lo que había esperado obtener de la cocina.

Al final uno de los meseros le avisó a uno de los capitanes y llegaron, como custodios de prisión por ella.

–Güerita, tu hiciste el pambazo de la 23, ¿verdad? –Comenzó el mesero.

–Sí –Dijo Ximena con voz apenas audible y tratando de disimularse muy ocupada–.

–Déjale a tu gente eso –Dijo ahora el capitán–, te ocupamos muy breve en una de las mesas.

Salieron de la cocina muy tensos, y cuando llegaron a la mesa fue el capitán quien comenzó a hablar, pero él dejó de ponerle atención en el momento en que la vio a ella. Era aun más hermosa y exquisita que la comida que había preparado.

–Déjame felicitarte –Dijo el comensal interrumpiendo bruscamente al capitán–, por tan exquisito manjar.

Ella se ruborizó y no pudo hacer contacto visual con él. Él lo supo en ese momento. Ella era lo que necesitaba en su programa matutino. El bajo recurso de una linda mujer que cocinara delicias como esa, para todas las mamás que después de dejar a los hijos en la escuela se sentaban un rato en el comedor a beber café y desayunar mirando la televisión.

–Gracias.

Ignorando la presencia del capitán, él la tomó de la mano y sin quitarle la mirada de encima, le entregó su tarjeta de productor.

–¿Sabías que más del 80% de las amas de casa de este país tienen dificultades para alimentar balanceadamente a sus hijos? En realidad es una cifra preocupante. ¡Alarmante! pues por eso la mayoría de los niños mexicanos están presentando sobrepeso antes de llegar al tercer grado de primaria. He comenzado una iniciativa en un morning show para poder ayudar a que las amas de casa cocinen platillos saludables, balanceados, económicos y sencillos, pero para ello necesito la ayuda de una persona profesional en las artes de la gastronomía. Me llamaras esta noche, ¿verdad?

Ella se quedó muy sorprendida y no pudo evitar decir que sí. De hecho él la hizo prometerlo.

Por la noche ella tomó la tarjeta y repasó mentalmente a aquél hombre tan varonil y lleno de seguridad, que le había ofrecido la oportunidad de cambiar los malos hábitos alimenticios de miles de niños.

Cogió el teléfono y llamó al hombre que la haría figura pública y la explotaría como producto, como mujer y como amante.

Al colgar el teléfono, él se prometió que ella sería algún día su esposa, hasta que la muerte los separase… Cosa que pasada la ceremonia en la catedral de San Cristóbal, no tardaría mucho en pasar.

 

III

Una noche perdida décadas atrás, cuando Ecatepec sólo era amplios llanos rebosantes de polvo y vegetación muerta, la Josa le decía a Jorge Jiménez:

–Tu mujer ya está cargada del varón que tanto anhelas.

–Y te lo debo a ti, Josa.

–Pero, tú me vas a traicionar –Dijo la Josa en tono seco, mientras andaba con su esbelto y seductor cuerpo para quitar de las brazas la olla con café. Jorge la miró sorprendido y ella continuó– Me vas a traicionar por esta tierra, pero ha de quedar maldita y el oro que de ella quieras sacar se convertirá en polvo antes de llegar a tus manos. Vas a querer huir de la maldición, pero no podrás dejar ésta villa. Ni tus hijos, ni sus hijos ni los hijos de sus hijos. Allá donde pises nada florecerá. Nada… Hasta que me busques y me pidas perdón.

Jorge la miró, a la luz de las brazas y la vela del centro de la mesa, con creciente ira en las entrañas. Tomó el tarrito de barro y se empinó el último sorbo del famoso café negro de la Josa. Se peinó el bigote para quitarse los restos del oscuro líquido y se levantó de la mesa.

–No te tengo miedo, Josa –Dijo Jorge poniendo su mano sobre la pistola que cargaba sobre la cintura–. A mí ninguna vieja me va a amenazar.

–No es una amenaza –Dijo con una sonrisa preciosa, la enigmáticamente atractiva mujer de cabello largo y plateado.

–¡¿Entonces qué es?!

–Es una maldición, y si quieres quitártela, más vale que regreses a pedir perdón, porque si no, tú y tu estirpe se quedarán atrapados en esta árida tierra sedienta de sangre. Terminaran por matarse los unos a los otros, sin saber siquiera que son familia… Cuando llegue el momento, piensa no pienses en tu condenada alma, sino en la de tu familia, que no tiene por qué pagar por los pecados de sus ancestros.

Jorge sabía todo lo que se decía en rededor de la mujer. Sabía de los patéticos hechizos para enamorar a la persona deseada. Sabía de las maldiciones que podía tirar contra las cosechas. Incluso sabía que podía hablar con los muertos y que ellos eran quienes podían darle santo y seña de lo que estaba por ocurrir. Algunos aseguraban que si le apetecía, podía pedirle al cerro o al río que reclamara tu cuerpo, para que ella se quedara con tu alma. Tal vez eso último era lo que no dejó a Jorge sacar su arma y dispararle ahí mismo, el  miedo a que del otro lado, ella fuera su dueña. –«¿Una asquerosa mujer dueña de un hombre tan importante como Jorge Jiménez?» pensó con creciente asco–. En el fondo, detrás de todo lo que creía sentir, realmente sentía miedo.

Arrojó dos monedas sobre la mesa.

–Con eso están pagados tus servicios.

Jorge tomó su sombrero, salió de la choza de la Josa, y a la luz de las estrellas se montó en su caballo y se fue galopando en dirección al cerro de Ehecatl.

Los siguientes años fueron para Jorge uno mejor que el anterior. Había crecido tanto que ya se le consideraba el dueño de Villa de Ecatepec. De hecho Villa de Ecatepec había crecido también, al grado de que ya tenían colonias y estaban planeando dejar de considerarla una villa para convertirla en una ciudad. Muchos ya se enorgullecían de la futura Ciudad de Ecatepec.

En un parpadeo pasaron 15 años desde que Jorge y la Josa se habían tomado un café negro para celebrar el milagrito que la Josa le había cumplido al dejar que su mujer se embarazara de un barón, y como había dicho la Josa, el día había llegado. Se había presentado la oportunidad que haría a Jorge el hombre más rico de la villa, pero necesitaba comprar las tierras de la Josa para poder comenzar a desgajar el cerro de Ehecatl y sacar toda la cantera de la que estaba hecho. Sabía que si no tomaba esa oportunidad jamás podría aspirar algo más que ser “el dueño de Villa de Ecatepec”, que era bastante, pero no suficiente, así que mandó a su gente para negociar un precio muy sobrado por las tierras de la Josa, pero con la indicación de que no le dijeran que iban de parte suya. Le tendrían que inventar cualquier cosa, pero por nada le dirían que eran la gente de Jorge Jiménez.

Su gente regresó antes de lo que él pensaba y supo que las cosas no serían fáciles. Supusieron que entre ellos había un soplón, pues la Josa no tuvo ni la gentileza de abrir la puerta. Salió por la ventana y les gritó que le dijeran a Jorge Jiménez que no vendería jamás, que mejor desistiera, porque lo que estaba deseando no tenía la aprobación de los antiguos.

Jorge se juntó esa misma noche con sus amigos y les platicó lo frustrado que estaba pues era la oportunidad perfecta para hacerlo crecer como empresario y para hacer crecer a Ecatepec como una ciudad minera en donde todos se verían beneficiados. Uno le sugirió que le diera la vuelta y que aunque gastara el doble, aun tendría suficiente ganancia para seguir así con los demás cerros aledaños al Ehecatl. Otros le sugirieron que se olvidara de su plan, pues si la Josa se enteraba de que pretendía desgajar el cerro, seguro iría a tomar represalias contra él y toda su gente. Al final de la noche, cuando ya se habían retirado casi todos, uno de sus socios ganaderos se acercó y le dio la peor idea, pero la más viable.

–Mátala. Ninguna vieja le debe de ver así la cara a ningún hombre.

Jorge lo miró con ojos vidriosos por el alcohol, pero en ellos destelló la malicia. Había apelado en una sola oración a dos de sus pensamientos más íntimos.

–¿Tienes gente para esa tarea?

–Todos le temen.

–Entonces no hay forma de hacerlo.

–Sí hay y ya sabes cuál es.

–¿Cómo?

–Hazlo tú.

Jorge se quedó mirándolo por largo rato y luego se perdió en sus ideas. Cuando regresó a la realidad ya no estaba su socio y el sol estaba asomando por encima del cerro.

Durmió todo el día con las botas puestas y se despertó horas antes del anochecer. A las 4 de a tarde se desayunó un consomé de chivo seguido de unos tacos de barbacoa. Se bebió un litro de pulque para la resaca y se fue a cabalgar un rato a las faldas del cerro. A pensar en su familia y el futuro que quería para ellos.

En el cerro tomaría la decisión que le costaría a su estirpe y a Ecatepec un futuro plagado de muerte.

No pasaría ni un año después de haberle arrebatado al vida a la Josa para que Jorge lo perdiera todo. Comenzó cuando descubrieron que Cerro Gordo tenía más minerales para explotar y una mejor ruta de distribución, así que se vendría para atrás el proyecto en el cerro de Ehectal. Cosa que dejaría muy gastado a Jorge Jiménez, quien había invertido la mayor parte de su dinero para comprar las tierras de la difunta Josa al gobierno del Estado de México. El más beneficiado, su socio ganadero, a quien le había vendido varias de las empresas para poder pagar las tierras pertenecientes a la difunta Josa. Al poco tiempo de que comenzara la desesperada venta de las tierras para recuperar el imperio que antes poseyó, su familia le dio la espalda, pues veían como todo estaba desapareciendo como polvo en el aire, así que tomaron su parte y se desentendieron de él. Jorge estuvo de acuerdo por sus hijos.

A los seis meses de que su mala racha comenzara, cayó en el vicio del alcohol y antes de que terminara el año, ya sólo le quedaba un pedazo de tierra árida, con una choza que durante muchos años habitó la Josa. Vivir ahí era revivir a cada rato el momento en el que estranguló con sus propias manos, el frágil cuello de esa hermosa mujer que parecía no haber envejecido ni un solo día en los últimos 15 años.

En los días en los que apestaba a orines, patas y alcohol, una noche despertó de un mal sueño y como si de un sonámbulo se tratase, se puso sus guaraches y se fue caminando en dirección al cerro del Ehecatl, lugar del cual jamás regresó.

 

IV

En 1980 aquel árido terreno que vio la última noche de la Josa sobre esta tierra se convirtió en la sede del primer gran inmueble para eventos de Ecatepec. El hombre que lo compró tuvo la visión de poner ahí cuatro hermosos salones con la arquitectura típica de la casa de Morelos; Salón Viento, Salón Fuego, Salón Agua y Salón Mineral. Estarían colocados a manera de cruz, convergiendo todos en un hermoso jardín ubicado al centro de la imponente estructura. La fuente que colocaron al centro lo hacía un lugar no sólo elegante sino sumamente romántico, pues los salones de techos altos y ventanales con arcos, hacían alusión a la época de la revolución, pero que se mezclaban exquisitamente con la iluminación de la época actual.

El tiempo en el que estuvo gobernando Josué en Ecatepec, las cosas prosperaron para el salón, pues todos sus eventos, desde importantes reuniones políticas, hasta cumpleaños de los niños del gobernador, se hicieron en ese lugar. No era raro ver a la gente del gobernador merodeando en los alrededores, pero cuatro años después, cuando éste dejó su cargo las cosas se comenzaron a desmejorar paulatinamente.

Al principio atendieron mesas que en lugar de pedir caviar y champagne, declinaban por brandi y cortes de carne. Eventualmente pasaron al pollo con mole y ron blanco.

En octubre de 1986 tuvieron su ultima boda y no habría otra hasta 30 años después. Eso se sellaría con sangre.

En octubre la sangre manchó la hermosa duela del salón principal y con este acontecimiento se inició como discoteca barata.

 

IV.2

El tiempo pareció avanzar más lento cuando la miró aparecer por las escaleras del imponente Salón Viento. La habitación pareció más amplia y luminosa. Incluso los sonidos parecieron lejanos. Llevaba apoyado contra el vientre un hermoso ramo de gardenias blancas, sujetado por sus delicados dedos recubiertos por guantes blancos que la cubrían hasta los codos; para la época era un vestido bastante atrevido por dejar ver los hombros, pero los guates largos por encima de los codos, lo hacían un conjunto más discreto y así más decente. El velo ya no cubría su rostro, pues en la iglesia se lo había echado para atrás para recibir el beso del novio. Un estallido de aplausos lo regresó a la realidad. Comenzó a aplaudir de manera mecánica, sin poder separa la mirada de la novia. Al llegar hasta abajo la recibió el padre de la novia y caminaron juntos a la pista de baile. La gente estaba maravillada con el emotivo momento en el que ese sabio hombre con la cabellera blanca por los años de experiencia la entregaría a los brazos del joven y tenaz novio.

La música comenzó a sonar. El maestro de ceremonias los dejó disfrutar de un par de minutos al centro de la pista. Quería dejarlos pues parecían estar disfrutando de un momento lleno de emotivas palabras, pero la función tenía que continuar.

–Es momento de llamar al centro de la pista –Anunció el maestro de ceremonias con voz grave y relajada–, A Pedro Mejía: el novio.

Edgar sintió que la realidad se imponía sobre su estúpida fantasía de escuchar en voz del maestro de ceremonias su nombre: Edgar Jiménez.

Estaba profundamente arrepentido de no haber declarado nunca su amor por Gabriela, y se habría matado en ese momento de haber sabido que durante muchos años Gabriela estuvo enamorada de él, pero ninguno de los dos se animo a decirse nada, ya que cuando ella estaba enamorada de él, él tenía 20 años y ella sólo 11, más adelante él fue quien comenzó a verla con otros ojos, pero ella lo había dejado pasar como un amor platónico de la infancia y se había fijado en otros chicos más cerca de su edad, que al igual que ella gustaran de la música de las Flans y no de Alberto Vázquez. Más adelante, cuando ella ya salía con Pedro, comenzó a salir ocasionalmente con los chicos y las chicas de la unidad, y fue ahí donde comenzó a sentir algo más que simpatía por Edgar y sus bobas imitaciones de gorila macho Alfa, que satirizaba el pensamiento misógino del país. Dejaba bien claro que estaba a favor de la liberación femenina, de la mentalidad del hombre caballeroso, y poco a poco comenzó a insinuarle que ella no tenía que ser la mujer de Pedro, sino que debían de considerarse como iguales. Ser como un equipo.

Una noche, después de beber unas copas (cosa que ella sabía perfectamente que no debía de hacer ninguna señorita que se respetara (beber a solas con un hombre ¡Qué locura!)) comenzó a soñar despierta con el momento en que Edgar se acercara y a la luz de la luna la comenzara a besar. Primero despacio y suave sobre sus labios, pero luego sería más intenso y apasionado. Algo se removió en su pelvis y no supo si era el alcohol queriendo salir por donde había entrado o los ficticios besos de Edgar reclamando más de ella. Él la miró sonrojarse mientras le hablaba de un nuevo dispositivo que podía reproducir casetes, pero tan pequeño que se podía llevar en la cintura o en la bolsa interior de la chaqueta y con un par de audífonos podías llevar tu música a todos lados. Ella abrió los ojos enormes, como si estuviera tan sorprendida como él, pero ella lo hacía porque sintió miedo. Se estaba enamorando de él y no se podía permitir algo así, teniendo un novio como Pedro.

Desde ese día ella le sacó la vuelta siempre que pudo y dejó de salir a reuniones donde se lo pudiera encontrar. Él no supo qué hizo mal esa noche.

La siguiente vez que se volvieron a ver fue en el mercado de las flores en San Cristóbal. Ella llevaba un enorme anillo en el dedo anular y él supo, antes de que ella le diera la invitación, que estaba por casarse. Fue un día muy gris para él y sin saberlo, también para ella.

Ahí estaba, de pie, mirando a la mujer con la que pudo haberse casado, pero un asqueroso sombrerudo, bigotón y botudo (como su padre), se la estaba llevando a una casa donde la tendría de criada durante el día y de puta cada que el sol se metiera.

En el transcurso de la noche, miró a la novia pasar de un lado a otro, atendiendo a sus invitados. Él buscaba el momento perfecto para poder acercarse a ella, pero ese momento no llegaba.

La vio ir de un lado a otro ofreciendo todo lo que tenía a su alcance para los invitados, que en su mayoría pertenecían a la familia de él. Todos eran corpulentos e incluso se les podía denominar mórbidamente obesos. Muchos no masticaban la comida. Los podía ver morder piezas de carne casi enteras introducirlas en sus bocas y tras masticarlas a penas un par de veces se tragaban el bocado prácticamente intacto. El proceso se repetía con voracidad una y otra vez.

Cuando más fatigada se le veía por tratar de saciar aquellos apetitos a penas comparables con el de una boca de alcantarilla, su ebrio y nuevo esposo la tomaba bruscamente por el brazo y con la mano libre señalaba las mesas a las que hacía falta llevarles o tortilla, o pan, o carne, o guarnición, o hielo, o refresco, o servilletas, o una falsa sonrisa para saciar un ególatra trasero. A penas llevaban unas horas casados y ya la trataba como una mesera más.

Sabía que si la tomaba del brazo para poder intercambiar unas palabras, no habría tiempo suficiente para decir lo que realmente quería decir. Así que siguió su agónica espera. Agazapado entre los adornos de mesa, las botellas de alcohol y las sucias copas de vino. Mirando cómo los hielos se derretían y los vasos se acumulaban.

Echó un vistazo a su reloj, que estaba cerca de marcar la media noche. El tiempo se le iba tan aprisa como arena contra el viento, pero a poco de perder todas las esperanzas, la oportunidad apareció. La miró sentarse en una silla y quitarse discretamente los zapatos para descansar los pies. Realmente se veía exhausta.

Edgar sintió que las piernas le temblaron al intentar levantarse de la silla, pero lo consiguió. Caminó como un potrillo recién nacido entre una pequeña multitud que se encontraba completamente ebria cantando canciones de Vicente Fernández. Hacía horas que habían dejado de poner Flans y Menudo.

Cuando llegó a ella las manos ya le escurrían sudor, sus axilas comenzaban a manchar la camisa y la garganta le temblaba. No sabía cuán enamorado había estado de ella hasta ese instante.

–¡Edgar! –Dijo ella en tono jubiloso, pero sin apartarse de su dulce tono de voz– Es un gusto tenerte aquí.

Se apresuró a acomodarse los zapatos e intentado que él no lo notara. Se puso en pie y lo abrazó, como si su salvador hubiera llegado. El sintió sus firmes pechos contra su cuerpo y lo saturó su suave aroma.

–¿Q q quieres bailar?  –Dijo titubeando–

–En realidad no –Respondió ella con una mirada que no hacía otra cosa que buscar y ubicar a Pedro, para saber en qué momento poner fin a la conversación.

–Entonces… ¿Te parece bien si tomamos asiento?

–En realidad tengo que llevar un poco de hielo a la mesa de los papás de Pedro. ¿Te parece si lo dejamos para después?

Él sabía que no habría un después. Así que hizo algo súmanete estúpido e impulsivo.

La tomó por la cintura, la trajo hacia él y la besó.

En el primer instante ella no supo qué hacer, medio segundo después se dejó llevar por un deseo que no sabía que estaba ahí, y cuando comenzó a disfrutarlo se reprendió a si misma y lo empujó con todas sus fuerzas.

El instante en que ella paseó su lengua por sus labios fue un momento muy excitante para él pero fue tan rápido que no supo si lo imagino o realmente había pasado. Luego vino el empujón que ayudó a que la confusión reinara en su mente. A medio segundo de que ella lo apartara con brusquedad, un enorme puño lo martilló entre la mejilla y la ceja. Casi perdió el equilibrio, pero alcanzó a sostenerse de la mesa más cercana, cosa que hizo que todos los vasos sobre ella cayeran al piso. El estruendo de los cristales hizo que muchos de los pocos invitados que quedaban, en su mayoría familia de él, voltearan en esa dirección. Incluyendo el mariachi y entonces la música cesó.

Pedro no era un hombre al que se le pudiera traicionar de esa forma y las cosas se pudieran quedarse así. En un segundo había resuelto que a ella la haría pagar en el tiempo que Dios los dejara ser marido y mujer, pero a él no le tendría la misma consideración. Sacó su Smith & Wesson, regalo de bodas de su padre y con el cual había jurado a penas horas antes proteger a su familia, y sin pensarlo, apuntó al corazón y jaló del gatillo.

 

V

Mientras Ximena miraba aquel publico maravillado desde lo alto de las escaleras, su prioridad estaba en no dejar ver, por ningún motivo, alguna expresión que denotara dolor. Sabía que no sólo se encontraba la gente de video recogiendo el testimonio con sus diminutas videocámaras, sino que la mayoría de los invitados estaban apuntando hacia ella con sus teléfonos celulares. Algunos tomaban fotografías y otros estaban tomando video. Se sabía observada en todo momento y comprendía que si en algún video o fotografía no salía con una sonrisa, las cosas se pondrían muy mal con en los programas de chismes de televisión, en cada rincón de Internet que pudiera plagarse de memes y lo más importante, con Gustavo. Se sentía en deuda, porque aquél corpulento y apuesto hombre la había sabido catapultar a la fama, lugar desde donde habían creado un imperio de la nutrición y la gastronomía. Él la había convencido de estudiar otra licenciatura en nutrición y al mismo tiempo hacer talleres de teatro. Él la había llevado a conocer New York, Los Ángeles, Miami, Ámsterdam, París y Tokio. Él se había encargado de disciplinarla y casi quitarle malos hábitos como el de morderse las uñas, no mirar a las personas a los ojos y hablar casi inaudible. Ahora derrochaba seguridad frente a cualquier persona, pero era sólo una clase prolongada de actuación y Gustavo lo sabía. Por dentro ella seguía siendo la tímida cocinera de restaurante ecatepence que había conocido cinco años atrás. Las clases de actuación no sólo eran para comportarse frente a una cámara, también estaban destinadas a hacerla actuar frente a cualquier persona que no fuera él. Las consecuencias de no hacerlo ya eran conocidas por ella.

Gustavo era un experto en castigarla sin dejar marca.

A pesar de ese detalle, ella creía que él era el hombre perfecto, pues podría ser severo respecto a la disciplina, pero siempre lograba entender que le pegaba por hacerla una mejor persona. Si no, ¿por qué alguien que entrega cartas de amor, flores y chocolates, después de cinco años de relación, le pegaría a una mujer?, ¿por qué la llevaría de viaje por casi un mes a cualquiera de todas esas hermosas ciudades que él solía visitar en sus salidas de negocios? Era impensable que fuera para tenerla bajo el yugo de su mirada cuando tenía que estar lejos.

De hecho, Gustavo había querido que se casaran en la playa, pero cuando se lo platicó a Ximena ella entristeció y él lo notó, así que le preguntó si quería que la boda se celebrara en algún otro lado y fue cuando se atrevió a sugerir que fuera en la misma iglesia donde se casó su madre y su abuela. En la catedral de San Cristóbal, Ecatepec. Gus lo meditó un momento y le pareció romántico, ya que en Ecatepec es donde había comenzado su historia y donde los padres de ambos radicaban. Sabía que la gente lo vería como un acto meramente humilde y eso lo hacía mejor y superior a ellos.

Para Ximena era imposible pensar que un hombre así de comprensivo podría ser mala persona. Con los constantes detalles que Gustavo tenía era fácil olvidar los cinturonazos a cuero mojado.

Todo antes de la boda fue miel sobre hojuelas, hasta un día antes.

Las métricas en redes sociales eran estupendas y todo a partir de sus incursiones en programas matutinos de televisión, por lo que meses antes Gustavo había firmado contrato con Random House Mexico para publicar un libro híbrido entre recetas sencillas y datos duros sobre la alimentación en México. De hecho Gus ya había acordado con los ejecutivos que Ximena escribiría tres libros, comenzando por el de alimentación para niños, seguido de uno para adolescentes y su cerebro, y terminaría con uno para mujeres embarazadas. Si las cosas funcionaban con los libros, no tardarían en firmar por otros tres. Ya les estaba yendo bastante bien con las conferencias y se cotizaban hasta en 130,000 pesos. Gus ya planeaba entrar al mercado internacional y entraría a través de TEDx México City, saltaría a Netflix y de ahí a dar conferencias en Nuevo México y San Diego serían las primeras paradas. El imperio a penas estaba comenzando y nadie se iba a interponer entre él y su sueño. Ni siquiera Ximena.

La mañana de un día antes de la boda fue la junta para la firma del contrato, pero esa misma mañana Ximena recibió una llamada de la florería. Las flores que había pedido no estaban listas. El invernadero de donde las traían había sido atacado por uno de los primeros frentes fríos de Octubre y en un descuido se había quedado abierto toda la noche. Se habían quemado el 80% de las flores. Sería una suerte si conseguían unas apenas la mitad de hermosas que esas. Ximena tomó su camioneta y se fue directamente a los invernaderos de Texcoco para ver si se podía hacer alguna otra elección. Salió tan deprisa que olvidó el cargador para su teléfono y antes de las 10am, éste se había quedado sin batería. Por la tarde, cuando ya todo se había resuelto en Texcoco, llegó a la casa y puso a cargar el teléfono sólo para descubrir el terror de ver 32 mensajes de voz. Todos de Gustavo. Palideció y por más de cinco minutos no supo qué hacer.

Cuando le devolvió la llamada él estuvo muy callado y sólo se limitó a preguntar por qué no había llegado a la editorial. Hasta ese momento recordó que ese día se firmarían los contratos para los libros.

Por la noche, cuando Gus llegó, se quitó el cinturón y ella supo lo que le esperaba.

Si un retraso en alguna rueda de prensa o programa de radio le costaba un cinturonazo por minuto de retraso, no se imaginaba qué le costaría el nunca haber llegado a la firma de un importante contrato.

Gustavo estrujó el cuero sobre su mano y sintió el placer de haber crecido para convertirse en todo un hombre. Ella ya tenía esa hermosa cara de miedo, pero eso no lo tranquilizó. Le había visto la cara y lo había dejado en ridículo frente a los más poderosos hombres de la industria literaria en México. «¡O no, Ximenita! Aun nos falta mucho»

Alzó la mano con el cinturón de cuero bien aferrado a ella. Ella alzó las manos y cerró los ojos. Él vio la oportunidad perfecta para reventarle el golpe en las piernas y repitió la dosis en las piernas, espalda y de nuevo costillas. Evitó lo más que pudo las manos y la cara, pero no tuvo piedad con las costillas.

En algún momento entre el llanto y los gritos ella hizo algo que no había hecho antes. Sujetó el cinturón. Gustavo abrió los ojos como platos, todos inyectados en sangre de rabia. Soltó el cinturón.

–No debiste, nena.

Ahora con las manos libres, le martilló las costillas a puño limpio. Desde el primero le sacó el aire y los gritos y los chillidos cesaron. Después de 7 puñetazos sordos sobre las costillas, se detuvo. Ella seguía gimoteando trabajosamente, pero ya no lloraba.

–Tú me obligaste, bebé.

Ella no pudo alzar la cabeza y ahí paso su última noche de soltera y su última noche sobre esta tierra, pero convencida de que Gus no era el hombre con quien quería pasar el resto de su vida. Esa noche no sólo le rompió las costillas, también le rompió el corazón.

Su mente ya no divagaba más y ponía toda su concentración en no mostrar dolor en ningún momento. No lo había hecho durante la misa, ni durante las declaraciones ante los medios, no había motivos para hacerlo ahora. De hecho el dolor cada vez se tornaba más distante.

Cuando terminó de bajar las escaleras la recibió su papá, los aplausos estallaron en el salón Viento. Caminaron solemnemente hasta la pista de baile y estando en el centro, se colocaron en posición para bailar el vals donde la entregaría al novio. Cuando su papá puso la mano en su cintura ella hizo acopio de una fuerza sobre humana para no gesticular algo que no fuera esa hermosa y radiante sonrisa.

La música comenzó a sonar y se comenzaron a mecerse muy suave sobre la pista. Ella se sintió distante, pero al mismo tiempo relajada y feliz. Se sintió segura en los brazos de su padre. Lo que en realidad duró un par de minutos, a ella le pareció toda una vida. Cuando el maestro de ceremonias habló de nuevo para invitar a que el novio pasara a la pista, ella ya casi no escuchaba ni la música. Se estaba perdiendo en un sueño muy tranquilo.

El papá la giró frente al novio para que él la recibiera, pero cuando llegó a sus brazos ella ya estaba muerta. Una hemorragia interna había acabado con su fugaz vida.

 

VI

La oscuridad se replegó abruptamente y él la miró aparecer frente a sus ojos. Ella estaba girando y al mismo tiempo cayendo con las piernas desprovistas de fuerza y ajenas a ese nuevo estado de la materia. Él la sujetó con cuidado para impedir su caída y ella sintió que sus brazos podían aferrarse a su cuello. Por un momento todo fue luz cálida, el momento en que cruzaron sus miradas, pero después, la oscuridad volvió a ganar terreno, como una ola que regresa con más fuerza. Sintieron que la oscuridad los revolcaría y sin importar cuánta resistencia emplearan, la violenta oscuridad los separaría, así que se abrazaron con miedo. Como un niño pequeño que abraza a su madre después de una pesadilla. De pronto todo fue tranquilidad. Se miraron a oscuras, en medio del salón. Hacía tanto tiempo que no sentían amor. No era como ese viejo amor cargado de miedo, sino uno más puro y más sincero. En el corazón de cada uno floreció el deseo y una devoción incomprensible. La oscuridad comenzó a mecerse una vez más y de ella comenzó a emerger una melodía preciosa. Un vals que duraría toda la vida y los dejaría ser felices en la eternidad.

 

Por: Kris Durden

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