Cada detalle de aquél poderoso garañón de metal llamaba la atención hasta del menos conocedor. Michel lo miraba y se imaginaba sobre él, recorriendo las avenidas y autopistas que plagaban Ecatepec. No sería su primer motocicleta de pista, por lo que no especuló en la cantidad de miradas de chicas que atraería con ella, pero sí se imaginó la sorpresa de las que más frecuentaba, sobre todo de Karla.
–¿Es lo menos, carnal?
El sujeto frente a él era un tipo que conocía bien desde hacia años, y no dudaba que la motocicleta tuviera todos sus papeles en regla, pero había algo extraño. Estaba ahí, tratando de vender una motocicleta preciosa, pero al mismo tiempo lo notaba ausente. Tal vez su mente divagaba en el problema económico que lo llevó a deshacerse del corcel de acero. Se mordió los labios esperando que así fuera y que por ello recibiera menos de lo que estaba pidiendo.
–¿Cuánto traes?
–Cuarenta bolas, carnalito –Mintió Michel–.
–Ráscale cuarenta y cinco, y que se arme –Michel casi dio un respingo de la emoción. No podía creer que ese sujeto le estuviera vendiendo una Yamaha R1 2012 en esa ridícula cantidad.
–Es un trato –Selló Michel–.
En el momento en que se dieron la mano Michel notó alivio en la cara del vendedor, nada fuera de lo normal viniendo de una persona que recibe dinero para salir de un apuro.
No supo si fue su emoción, su imaginación o realmente una descarga, pero desde el primer momento en que montó aquél poderoso garañón de metal sintió una energía atravesar todo su cuerpo. Los vellos de la nunca se le erizaron y la sangre se le heló.
Pero había algo más que no supo definir en ese momento y se trataba de un aroma; un aroma a metal que casi pudo sentir en las papilas de la lengua.
La cara de sus amigas al verlo llegar era exactamente la que él había imaginado. Se sintió exactamente como creía que se sentía el gallo del rancho de sus abuelos, al entrar al gallinero y verse rodeado de todas esas hembras. Todas se morían de ganas por dar una vuelta con él y por supuesto no se dejó esperar.
Mientras el sol bajaba cálido por el horizonte y el cielo se pintaba con exquisitos colores azulados, y ellos terminaban de dar vueltas por entre calles, se quedaron afuera de la casa de una de ellas en un ritual ya clásico, para escuchar música y beber cervezas. La tarde fue risas y diversión. Cuando los grillos comenzaron a cantar y el frío mermó el ánimo de sus acompañantes, Michel se montó en la R1 y salió en dirección a su casa a una velocidad moderada.
Sabía que un par de cervezas no eran mucho, pero el alcohol podía ser engañoso, así que no rebasó los 50 kilómetros por hora.
Mientras circulaba por la Avenida Palomas, sorteando baches como un surfista profesional cayo en cuenta que en el aire rondaba un aroma que más adelante le sería tan familiar.
Aún no meditaba en ello, por lo que no había descubierto que ese olor era de sangre.
Otra cosa comenzó a llamar su atención en los diminutos espejos retrovisores. Con el rabo del ojo veía a ratos una sombra aparecer y desaparecer intermitentemente. Muy parecido al efecto que haría una bolsa de plástico agitándose contra el viento, pero bien sujeta de su casco. En un semáforo se pasó la mano por la nuca, pero no había nada.
Al llegar a casa y ya con la motocicleta apagada se quedó mirando por un rato el espejo retrovisor, lo hacía sin recordar lo que había sentido momentos antes, sólo estaba absorto en lo que tenía por hacer al día siguiente, pero ahí, con la mirada perdida en el espejo, vio con claridad el pálido rostro de una persona asomarse justo detrás de él; como si de un pasajero se tratara. Bajó de la R1 de un brinco y con el corazón en la garganta, porque sabía que detrás de él no podía haber nadie. Se quedó mirando la R1 y luego pasó la vista por el desolado vecindario. Corroboró lo peor: No pudo haber sido alguien vivo.
Y eso es así, algunas personas hacen hasta lo imposible para negar que se han visto envueltas en situaciones inexplicables. Michel no era la excepción.
Lo primero que hizo tras el susto fue correr a la nevera a sacar una cerveza para calmar los nervios. Pronto se convirtieron en 4 cervezas y al final cayó rendido y algo mareado sobre la cama.
A la mañana siguiente, cuando fue al baño a cepillarse los dientes y se miró en el espejo, un escalofrío le brotó en la nuca y le recorrió todo el cuerpo sin saber realmente por qué. De pronto recordó lo que había visto la noche anterior y los ojos se le abrieron como platos, pero rápidamente bloqueó la imagen y se repitió a sí mismo que no había sido otra cosa que el efecto del alcohol en su cansada mente. Lo repitió mentalmente hasta que realmente lo creyó.
Se fue al trabajo en la R1 sólo para probarse que todo había sido producto de su imaginación. Lo consiguió. Ni ese día ni los siguientes días pasó algo que valga la pena contarte, solo un extraño aroma a metal que poco a poco descubrió se trataba del aroma a sangre.
Al cabo de un mes comenzó a tener pequeños incidentes con la motocicleta.
Primero pequeños detalles, como que el manubrio se sentía rígido a ratos. Después comenzó a tener problemas con las luces, que se apagaban en el momento menos oportuno. Un día, en medio de la noche se quedó sin frenos en una curva, pero su prudencia y su experiencia dejaron que las cosas no pasaran a más.
Por supuesto no tardó en llevar la R1 con su mecánico de siempre, quien la revisó minuciosamente, pero éste le dijo que aquella preciosa motocicleta de pista no tenía mal en absoluto. Sólo para asegurarse había engrasado algunas partes, pero realmente no era necesario.
Poco a poco comenzó a creer que aquel conocido le había vendido la moto porque tenía problemas de algún tipo y se lo había ocultado. Mientras meditaba en todo eso, recorriendo la oscura ciudad montado en la R1, el suave aroma a sangre se hizo presente una vez más, y algo en su mente lo alertó, pero eso no lo preparó para siguiente.
Desde la parte de atrás y como si viniera desde dentro del casco, escuchó un susurro:
–Bájate
La motocicleta comenzó a acelerarse sola. Hasta ese momento Michel creía tener las cosas bajo control, pero entonces miró con toda claridad, a través del retrovisor, el destrozado rostro de un muchacho asomado por encima de su hombro. Tenía la piel del lado derecho hecho jirones. Se notaba quemada por el asfalto y dejaba ver con claridad parte de su cráneo. Le hacía falta una oreja y donde debería de estar el ojo derecho había una babosa y chorreante cuenca. Michel no supo si gritó, pero le pasó por la cabeza hacer lo que la voz le había indicado. Pensó en saltar de la moto en movimiento.
Fue hasta que llegó a los 120 kilómetros por hora que comprendió la velocidad que había alcanzado, tan repentinamente como había acelerado se asentó. Dejó salir un suspiro cargado de alivio y creyó que se había terminado, pero entonces la moto se encaminó a un lado, como si quisiera estrellarse contra el muro de contención. Michel ladeó la motocicleta antes de que esto pasara y terminó derrapándose por más de veinte metros.
Se levantó aturdido, pero ileso. No podía comprender lo que había pasado, pero sabía que si se quedaba podría pasar un camión que no alcanzaría a frenar a tiempo, así que cogió la motocicleta, notablemente raspada, y al ver que aún funcionaba emprendió la marcha a casa.
Mientras se duchaba había tomado la determinación de arreglarla y venderla, pero antes de poder pensar en un posible comprador notó un extraño moretón en su antebrazo. Era una mano perfectamente trazada. Como si alguien lo hubiera sujetado con fuerza. Sintió que un momento de irrealidad se apoderaba de él.
Repasó mentalmente el accidente y comprendió que lo que lo había hecho caer no parecía ser el volante atascado, sino sus propias manos encaminando la R1 contra el muro de contención. Hizo un repaso mental de todas las cosas malas que le habían ocurrido a bordo de la R1 y descubrió que la mayoría, si no es que todos los accidentes, habían ocurrido de noche. Así que resolvió no utilizarla después de que cayera la tarde.
Los siguientes días la motocicleta estuvo en el taller. Su mecánico le había ofrecido 15 mil en las condiciones en las que estaba, pero estaría perdiendo la mitad de lo que le invertido. Así que no aceptó.
De regreso a casa, con la R1 aun en remodelación, se encontró con el colega que se la había vendido. La sangre le hirvió, pero pronto se controló. Prefería saber su versión antes de tomar las inminentes represalias.
–¡Qué gusto! –Dijo alegremente el sujeto al ver a Michel. Éste no pudo contener una mirada desdeñosa– ¿Cómo te ha ido?
–Chido ¿y tú, qué tal? –Dijo con un poco de resentimiento, aunque lo notaba realmente despreocupado–.
–También. ¿Cómo vas con la moto?
–¿Por qué? –Dijo Michel en tono irritado–. ¿Cómo debería de ir?
Al escuchar este comentario el hasta entonces alegre rostro de su colega se ensombreció. Bajó el tono de voz y con genuina preocupación preguntó:
–¿Has tenido problemas?
–La verdad es que sí. ¿Qué problemas tenía cuando me la vendiste?
El joven guardó silencio por un momento, como meditando sus siguientes palabras.
–¿Qué clase de problemas?
Michel reflexionó un poco y se decidió a contarle todo aquello que no tuviera que ver con algo que lo hiciera parecer un loco. Desde los problemas con los frenos hasta, hasta su reciente caída en la autopista.
–Carnal, te tengo que contar algo –Miro en rededor como trazando un plan de escape para la terrible confesión que estaba por hacerle–. Esa moto la compré para ayudar a la familia de un amigo mío. Él falleció montándola. Quedó entre la R1 y un camión. El cuerpo de mi amigo amortiguó el golpe y la moto casi quedó intacta… Debió de ser al revés. Al final la compré para ayudarlos a pagar el velorio, pero al poco tiempo de andar en ella comencé a tener bastantes accidentes. Todos muy parecidos a los que me estás contando. Yo también me caí de ella, pero nunca fue de gravedad. Creí que me estaba sugestionado así que decidí arreglarla y venderla. Y ahora resulta que el problema no era yo. Te pido una disculpa. Nunca fue mi intención.
Michel se le quedó mirando y sin decir una sola palabra se quitó la chamarra de cuero y le mostró el brazo. La marca de la mano seguía ahí y se apreciaba casi con tanta claridad como el primer día.
–¡Dios! –Dijo involuntariamente su colega–.
–Y creo que lo he estado viendo por el retrovisor –Añadió Michel–.
–Carnal, llévala a bendecir y luego véndela.
La irrealidad sorprendió de nuevo a Michel. Regresó a su casa meditando en qué iba a hacer con una motocicleta poseída. Ya no tenía otra opción. Ya no podía negar por más tiempo que esa preciosa R1 llevaba encima a su corredor legítimo.
A los pocos días recogió la motocicleta. Había quedado como nueva.
Se decidió a poner el plan en marcha.
Mañana en la primer misa del día, la llevaría a bendecir e inmediatamente la comenzaría a ofrecer en sus amplios círculos de amigos.
Emprendió el camino a casa tan perdido en ese sentimiento de irrealidad que no se percató de que el sol ya se estaba poniendo.
La R1 se sentía extraña. Como si estuviera viva y muy tensa. Como si pudiera leerle el pensamiento.
A unos metros de llegar a las vías que dividían Jardines de Morelos de Avenida Central, el aroma a sangre se hizo presente, pero esta vez fue mucho más nítido que las veces anteriores. La R1 comenzó a acelerarse sola de nuevo. Michel intentó meter el freno, pero estaba atascado. Los ojos casi se le desorbitaron tratando de comprender qué estaba ocurriendo y cómo podría pararlo. Por el retrovisor miró de nuevo aquel descarnado rostro. Esta vez, de entre los jirones de carne putrefacta dejó ver una sonrisa furiosa y algo aún más perturbador… Tres pares de ojos. Avanzó unos cien metros a creciente velocidad y de pronto escuchó el ensordecedor silbato del implacable tren. Comprendió demasiado tarde lo que pretendía aquel maldito corcel de acero.
Por: Kris Durden
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