Kris DurdenEl jueves en la madrugada falleció mi abuelo. El último que quedaba con vida.

Soy una persona a la que le cuesta mucho trabajo conectar con sus emociones y es por ello que me encanta escribir cuentos de terror, pues el miedo es una de las emociones con las que más fácil conecto y de las que más provecho saco, como lo es fortalecer mi valentía. Con cada miedo superado, más valiente me vuelvo. Con la muerte del abuelo pasó lo mismo. Creí que no podía conectar con las emociones, ya que no lloraba como todos los presentes en su velorio y entierro, pero descubrí que no podía sentirme triste sino todo lo contrario; estaba feliz porque tuve la fortuna no sólo de conocer una persona como él, sino también de heredar muchos de sus valores y convicciones a través de miles y miles de momentos que pasamos juntos como abuelo y nieto.

En muchos aspectos fue la figura paterna que me hacía falta cuando mi papá estaba semanas, y hasta meses, trabajando en otros estados de la República Mexicana para poder pagar los gastos de la casa. Él fue una de las primeras personas que comenzó a reconocer las cosas en las que era bueno y que no tenían nada que ver con lo que muchos denominan «ser alguien en la vida»; gracias a ello comprendí que yo ya era alguien. Me apoyó durante toda mi infancia y adolescencia.

Sin duda las palabras nos marcan para bien o para mal, pero en lo que respecta a las palabras del abuelo, todas las que me dedicó siempre fueron de amor y enseñanza. A través de ellas fue que comprendí que nosotros, su estirpe, somos gente de palabra. Si algo decimos, lo sostenemos con acciones, y por ello no hay nada más valioso que la palabra de cualquiera que descienda de Clemente Hernández.

Estar de pie, frente a su cuerpo sin vida, sólo traía más recuerdos que no hacían otra cosa que dibujar una sonrisa en mi alma. Ya no estaba para enseñarme, es cierto, pero estaría para siempre en mi corazón para aconsejarme en el momento que más lo necesite. Sería una brújula que me guiaría para nunca perder el camino.

Mi hija lo conoció y como los demás también lloró su partida. Me sentí con la responsabilidad de explicarle que no debemos dejar que las personas mueran y se pierdan en el olvido. Que tenemos que buscar la forma de honrarlas y no en cada aniversario luctuoso, sino diario, en alguna de nuestras acciones. Le expliqué que cuando murió mi abuelita Concha, honraría su memoria haciendo una realidad lo que ella creía de mí: un niño que no toma nada que no le pertenece, pues su nieto no era ningún ladrón. Y que ahora que el abuelo se había ido, honraría su memoria haciendo valer mi palabra cada que la diera.

Hoy no sólo le dedico algunos de los muchos cuentos que he escrito, como El circo del pueblo de Clemencia, sino también la vida que hoy vivo y que sin él no sería posible.

«La muerte es el comienzo de la inmortalidad.»

Maximilian Robespierre