Kris DurdenLos sabores se mezclaban con tenacidad en mi paladar. No sólo era toda una experiencia visual (que sin duda quería inmortalizar en una fotito pa’ Instagram), sino que también los sabores le hacían honor al las texturas, a los colores y al nombre: malteada de frezarzamora

Podía notar la calidad de la leche que habían empleado para esa obra maestra, junto con las bolas de nieve de fresa que sin duda eran superiores al promedio. Tenía un toque sutil de vainilla que sólo los más apasionados podríamos notar. Era cremosa y eso sugería que también habían agregado una bola de helado de queso con zarzamora. Antes de servir esa delicia en el vaso, habían pintado este con un poco de mermelada de fresa y jugando en sentido contrario, había usado mermelada de zarzamora. Al servir la malteada, la habían cubierto con crema batida y coronado con una cereza. Algún gordo pensó que sería buena idea presentarla con palitos de galleta rellenos con chocolate, y acertó. ¡Qué delicia!

Justo antes de probarla, pensé «¿Por qué no está coronada con una freza o una zarzamora, en lugar de una cereza?» Seguido a esto comprendí que la fresa o la zarzamora serían demasiado ácidas y romperían con el encanto que los sabores dulces habían creado. Terminaría por empalagar. Y entonces recordé la historia que me había contado mi amigo imaginario:

Él estaba con su hermana menor (que también es imaginaria). Él tenía en la mano un durazno y ella bebía un juguito de caja, sabor durazno. Por alguna razón él quiso que ella probara su durazno y le dijera si realmente ese jugo sabía a durazno. Ella tomó el durazno y le hincó una mordida. Su expresión fue extraña. Tardó un momento en procesar lo que quería decir y luego de tragar dijo:

–Sí, está bien, pero como que… –Él la miró extrañado– Creo que le hace falta más sabor.

El se sorprendió y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro.

–¡No seas estúpida! –(Así se llevan algunos hermanos imaginarios)–. Ese es el sabor real de un durazno. Más bien tu jugo tiene demasiada azúcar.

Ella se rió y le tiró un juguetón golpe, pero él se quedó pensando por largo rato en la respuesta de su hermana.

Ahora yo, frente a ese monumento a las delicias, era quien pensaba en esa extraña reacción de los productos reales frente a los artificiales.

Devoré mi malteada.

Más tarde observé cómo una chica bastante ejercitada arribaba al mismo restaurante donde yo comía. Se sentó a la mesa de varias chicas que ya tenían un rato de estar ahí y pidió una limonada, pero noté que hizo énfasis en que no estuviera endulzada.

Cuando llegó la limonada transpirando su frescura, muchas de las amigas la miraron con ojos de deseo, pues el calor en aquél día era estricto y sin duda se veía revitalizante. Ella tomó su helada bebida y le dio un sorbo. Su rostro nos dejó ver a todos cuánto había disfrutado de ese primer trago.

–¿Amiga? –Una de ellas se aventuró a decirle– ¿Puedo probar tu limonada para ver si me animo a pedir una?

–¡Claro!

La amiga tomó el vaso y al sentir la frescura sobre las yemas de sus dedos, sonrió, pero cuando sorbió un poco su gesto se transformó violentamente. Sus parpados se apretaron con fuerza y sus labios se contrajeron como si hubiera chupado un limón.

Le regresó el vaso meneando la cabeza. Ella lo recibió sonriendo.

–¿Qué pasa?

–¡Sabe muy mal!

–Sabe a lo que debería saber una limonada –Dijo sonriendo–; limón y agua.

–Pero no tiene azúcar.

Ella se rió e invitó a sus amigas a tomar de su limonada, algunas aceptaron, pero a ninguna pareció agradarles la idea de una limonada sin azúcar.

Más tarde ese mismo día comencé a mirar todas las cosas que consumía y a pensar por qué las consumía.

En el refrigerador del Oxxo me descubrí eligiendo una bebida rosa, por su falta de gas y su excesiva dulzura. Más tarde tomé unos nuevos chocorroles sabor zarzamora, ¿mermelada envuelta en chocolate, cubierta con chocolate sólido? Por la noche cené cereal y en lugar de elegir los naturales, comí los más azucarados. Me serví un té y lo endulcé con dos cucharadas y media. Recordé cuando me gustaba tomarlo sin azúcar.

Para ese momento comprendí que cada elección que hacía en torno a lo que deseaba comer, estaba declinado hacia el sabor del azúcar.

Pensé que si el azúcar fuera alcohol, sería uno de esos estereotipos de borrachos con un permanente aroma a ron que tratan de mantener su empleo. Poniéndole alcohol a su café cada mañana. Esperando a que llegara la hora de la comida para después de comer darse un gustito. Ansiando que llegara la noche para en lugar de cenar, mirar la televisión mientras aniquilaba una botella de un cuarto de alcohol.

Y con esa visión miré en rededor y comprendí que todos estábamos atrapados en ese mismo lugar. Señoras cenando cada noche un pan dulce con lecho, niños desayunando leche endulzada con chololate en polvo, adultos incapaces de ingerir sus alimentos sin un refresco o un agua endulzada artificialmente.

Vi personas comiendo hot-cakes endulzándolos con miel, mermelada, cajeta o nutella. Gelatinas, yogurts, cereales, aguas, refrescos, cafés, tés, pasteles y antojitos; todos endulzados.

Mi sensación fue la de un hombre que despierta un día y se da cuenta de que tiene algo metido en el trasero. Así de violento. Algo me había invadido de una manera tan intima y yo no lo había notado.

Si quieres tener una idea de lo que te hablo, pon imaginariamente alcohol en cualquier lugar donde haya azúcar o endulzantes artificiales, y mide tu grado de adicción al azúcar.

Ya tengo los ojos bien abiertos.

 

La esclavitud más denigrante es la de ser esclavo de uno mismo.

Séneca