Estábamos de pie, frente a frente y muy tensos. Nos mirábamos directo a los ojos. Me costaba muchísimo trabajo sostenerle la mirada, en primer lugar porque no nos conocíamos, a penas habíamos intercambiado unas palabras en la recepción, y en segundo lugar porque me pareció que tenía unos ojos muy bonitos (color miel y avellanados (por si querían saber)). Era pequeña y muy delgadita, y con todo eso, me imponía muchísimo. El ejercicio era simple: una de las dos personas representaría el miedo del otro y después a la inversa.
En el primer turno me tocó ser su miedo.
Así que ahí estaba, de pie hecho un manojo de tensión y escuchando las indicaciones que nos daban. La voz cansada, pero firme y experimentada de un hombre con la cabeza cubierta de canas nos guiaba paso a paso, hasta llegar al punto de que nuestras miradas dejaron de ser ajenas e incómodas y nos sumíamos en una conexión sumamente extraña.
Conforme ella escuchaba, y a veces repetía lo que se le pedía, se fue vulnerando y yo me fui metiendo cada vez más en el papel de su miedo hasta que llegó el punto en donde me llené de poder. Me convertí en ese enorme ser capaz de frenar metas, sueños y esperanzas. Sentí la fuerza de una criatura que devora vidas completas y las sume en la mediocridad. Me emocionó. Me excitó.
–Den vuelta a la izquierda –Interrumpió una voz ajena a la del hombre maduro. El ejercicio había terminado la primera parte, y ahora me tocaba a mí ser la persona que se vulneraría y sinceraría. (Estaba tan emocionado que di vuelta a la derecha y claro que me lo hicieron saber entre risas).
Siguiendo las indicaciones, la tomé por los hombros y le pedí que representara a mi miedo. La solté de los hombros y di un paso para atrás.
Comenzó el proceso de aceptación y esta vez fue más fácil mantener nuestras miradas fijas. Poco a poco comencé a verla como mi miedo y me sorprendió descubrir que tenía mucho tiempo combatiéndolo. Que de hecho me había vuelto un adicto a enfrentarlo. Recordé todas esas veces que me hizo temblar las piernas y fallar en mi cometido. Recordé las muchas metas que frustró. Recordé todos los años que me dominó y también recordé el día en el que al fin me hartó. Recordé el momento en el que comprendí que mi miedo no se vencería nunca en el primer intento y que sólo tendría éxito con constancia y la paciencia. Así que las primeras veces fallé una y otra vez, víctima de los nervios del qué dirán los demás. Recordé las piernas temblarme, las manos sudarme y la garganta dudar si decir o no eso que quería externar, hasta que por fin lo dominé. Y cuando sometí a mi miedo, me sentí libre.
Con la mirada siempre fija en los ojos de la representación de mi miedo, que era una linda chica (cosa que tal vez motivó los siguientes pensamientos), sentí que quería poseerla… Me explico mejor: No a ella en sí, sino a mi miedo. Me entraron unas tremendas ganas de acercarme y abrasarla con mucha fuerza. Besarla. Fusionar lo que soy con ella, de la manera que fuera. Quería, por decirlo de alguna manera, digerirla y depurarla. Hacer toda su fuerza mía.
La voz del hombre maduro me trajo de regreso. Nos pedía que le dijéramos algo a nuestro miedo:
– No me haces sentir bien –Titubeé. Los demás repitieron–.
–No me gustas–Los demás volvieron a repetir, pero no pude contener decir lo que pensaba y sobre todo lo que sentía, así que cuando todos terminaron de repetir y el silencio comenzaba a reinar, dije en voz alta–:
–Sí me gustas y sí me haces sentir bien –Desaté una atmósfera incómoda en la habitación y unos murmullos se escucharon.
–Aunque no estén de acuerdo –Dijo la voz del hombre maduro–, repitan, por favor.
Hice lo que pidió para no incomodar a nadie. Para mi buena suerte estaba completamente de acuerdo con lo que continuó.
–Admito que sin ti, no sería lo que soy ahora –Todos repetimos al unísono.
–Gracias por ser mi miedo –Le di las gracias a ella y el hombre continuó–. Den un paso al frente si han aceptado vivir con ese miedo, si no, quédense en su lugar –Mi paso fue casi invasivo. La quería muy cerca de mí.–.
Nos mandaron a nuestro lugar a compartir nuestra experiencia y me senté con ella para tratar de entender lo que ella había sentido y posteriormente intenté compartir lo que yo sentí. Tras unos minutos nos pidieron que si queríamos compartiéramos lo que sentimos con todos. Sin duda fui el primero.
Les compartí en breve lo que sentí al ser el miedo y lo emocionado que estaba de poseerlo en la segunda etapa del ejercicio. Esta vez el hombre que habló era Fabio Valdés.
–Me haz hablado de los miedos grandes, de esos que te hacen temblar las piernas y sudar las manos, pero ¿qué pasa con los pequeños? –Medité en las palabras de Fabio –. A veces no nos damos cuenta que dejamos de hacer las cosas por miedo y las evadimos poniendo pretextos. Por ejemplo, el caso de un hombre que comenzó a salir con una chica española guapísima. Al principio estaba muy emocionado, pero poco a poco la dejó de frecuentar. Al preguntarle qué había pasado con esa chava, dijo que ya le daba hueva salir con ella… «Qué hueva bañarse, ir hasta su casa, salir cenar.» La realidad es que no era hueva, porque esas son cosas que él hacia diario; bañarse, transportarse y cenar. Lo que realmente estaba haciendo era huir de un posible fracaso. Huir de algo que en realidad no había pasado. Huir de su miedo.
Ese pensamiento realmente dio en el clavo, porque había dejado de lado los miedos pequeños por ir en busca de los miedos enormes. Esos miedos, al final terminarían por ser una bola de nieve cuesta abajo y tarde o temprano serán igual o más devastadores que los grandes.
–No salir con una persona que te gusta porque te da hueva –Continuó Adriana Carrillo –, no es hueva, es miedo. Y como dice Fabio «Hueva, hueva, hueva: lavar los trastes. Todo lo demás es miedo».
¡Frase reveladora!
Al final de esa estupenda clase de Eneagrama en Evolución Terapéutica, nos dejaron un par de tareas, en la que iba incluida vencer uno de nuestros miedos. Algo muy pequeño. «No se vayan de cero a cien.» Habían dicho.
Salí fascinado con el taller.
Inmediatamente pensé en algún miedo disfrazado de pereza y se me vino a la mente el ejercicio físico. «¿Y si llevo tiempo huyendo del ejercicio no porque sea desidioso, sino porque tengo miedo a fracasar?»
Hoy estoy en proceso de reactivar esa parte de mi vida y ya he dado mis primeros pasos de regreso al entrenamiento. Espero muy pronto volver a practicar Whu-Shu y tener una condición física excelente, junto con una salud maravillosa.
Dejo esta primer clase del taller de Eneagrama con dos grandes lecciones:
La primera es que soy adicto a superar mis miedos, no por la desagradable sensación del proceso, sino por la fortuita recompensa que se encuentra cuando al fin lo haz superado. Y que muchas de las cosas que no hago por desidia, pueden ser un miedo disfrazado.
¿Hay algo que hayan decidido hace tiempo y no hayan llevado a cabo? Puede que no sea hueva, sino miedo.
El miedo es natural en el prudente, y el saberlo vencer es ser valiente.
Alonso de Ercilla y Zúñiga