Mi cabeza golpeó contra el filoso asfalto, y por un momento vi una luz muy brillante. Me olvidé del dolor del cuero cabelludo que provocaban un par de manos que se aferraban al cabello sobre mis orejas, y pensé que era momento de rendirse. De entre la luz apareció, a unos centímetros de mi rostro, una quijada apretada por el odio y un puñetazo en la nariz me regresó a la realidad. No podía rendirme, pero tampoco tenía ganas de defenderme. Por primera vez en mi corta existencia, se me pasó por la mente la palabra «huir».

Era una pelea con una tal Beto (ese debe de ser su nombre, pues como leen, recibí bastantes golpes en la cabeza y ya no recuerdo bien) los dos íbamos en el mismo salón de clases. Los dos estábamos en primer grado de primaria, pero él ya había reprobado un par de veces así que parecía de tercero (no parece una gran diferencia, pero cuando te peleas con un niño dos años más grande que tú, realmente se siente en cada puñetazo).

Los niños que estaban en rededor alentaban a Beto a seguir azotando mi cabeza contra el suelo. Niños que como él, habían nacido y crecido en Ecatepec y yo no era más que un blando y recién llegado niño de Coyoacán, que ofendía a los demás con su buen promedio y su capacidad para leer, sumar y restar (Nadie quiere a los sabelotodo), así que no había razón para recibir ayuda de nadie. Cuando comencé a llorar creí que arremetería con más fuerza contra mí, pero en lugar de eso se levantó y me tiró una ultima parada en la boca. Se fue con sus amigos algo indignado, como si con mi llanto le hubiera fastidiado la diversión. Recuerdo que me paré y fui corriendo a limpiarme, pero siempre con cuidado de que mi mamá no me viera así.

Pensé bastante las cosas, pero no encontré cómo huir de Beto. No había forma de que me cambiaran de escuela y mucho menos si no le contaba a mis papás.

Al día siguiente fui a la escuela casi a la fuerza y estando en clases me di cuenta de quelas cosas no andaban tan mal como pensé, pero cuando llegó el recreo me acorralaron en la cooperativa y volví a verme cara a cara con Beto. No recuerdo haber subido la guardia, pero sí recuerdo que terminé con la camisa rota y llena de sangre.

Al día siguiente me golpeo de nuevo Beto, y al siguiente también, y al siguiente.

Con el tiempo vi como ya no era el único que se encontraba bajo pánico ante el reino de terror que Beto y sus amigos estaban creando, sino que la mayoría les temía. Eran una pequeña mafia de primero de primaria engendrada por uno de los barrios más peligrosos y pobres de Ecatepec.

Pero las cosas no podían seguir así por siempre, pues alguno de esos interminables días miré con horror como Beto había escogido como víctima a un niño con problemas de aprendizaje. El niño tenía problemas para hablar y para aprender, pero era muy fuerte y no parecía intimidado en lo más mínimo. Me recordó por un segundo a mí, antes de pelear por primera vez con Beto. Lo miré ganar poco a poco esa pelea, hasta que por fin tiró a Beto de un puñetazo. Beto miró incrédulo a sus amigos y luego les pidió que ayudaran. Todos sus secuaces corrieron y comenzaron a moler a patadas al niño, pero este no se rendía. No pude contenerme más y salí para ayudarlo. Terminamos muy golpeados y arrastrados, pero les fastidiamos la fiesta. Más tarde Beto me enseñaría que él no era un niño que olvide fácilmente.

Al día siguiente Beto me buscó y peleamos. Yo sentía que algo había cambiado en mí. Ya no le temía. Peleamos hasta sangrar, pero no gané. Al día siguiente pasó lo mismo, y también al siguiente, y al siguiente.

Y siguió así durante todo el año. Cuándo no peleaba con Beto me tocaba pelear con Damián, que era otro de los niños más grandes y malvados (parecía de cuarto grado). No gané ninguna de esas peleas.

Un día, cerca de que terminara el ciclo escolar, mi mamá ya se había dado cuenta del cambio en mí. Me había vuelto un niño muy violento al grado de levantarle la mano a ella en repetidas ocasiones, así que decidió que terminaría el ciclo escolar y me cambiaría de escuela. Cuando me lo dijo me convertí en el niño más feliz de todos.

En aquellos últimos días de escuela ya no quería alzar los brazos de nuevo para pelear y al parecer a los otros niños también comenzaban a dolerles los golpes, pues ahora lo pensaban dos veces para iniciar una pelea conmigo, pero el destino aun tenía preparada una última pelea en esa escuela.

Una mañana, cuando llegaba a la cooperativa, encontré a Beto en la cooperativa pegándole a uno de mis amigos más cercanos en aquél mini infierno. Yo le decía Yamani porque cuando lo conocí no sabía hablar muy bien y eso fue lo que entendí cuando pregunté por su nombre. No lo pensé dos veces y me metí entre Beto y su pandilla para que dejaran a mi amigo en paz. Había caído en la trampa.

Cuando quedé en medio, Yamani se incorporó y me sostuvo por un brazo. Otro de los amigos de Beto me agarró el otro brazo y los demás comenzaron a golpearme. Beto tiró todos sus puñetazos a mi nariz. Ninguno de esos golpes me dolió tanto como la traición de Yamani, porque le pedí que me ayudara, pero se rió de mí.

Me solté y peleé con más coraje que nunca. Los hice retroceder y me dejaron en paz después de derribar a tres de ellos. Beto se burló y dijo que para él eso era suficiente y que ahora Yamani era uno de ellos.

Aquél día entendí algo que no supe cómo explicar, pero que llevé conmigo cada uno de los siguientes días, y que muchos años después escuché en una película:

 

Nadie golpeará tan duro como la vida.

Pero no importa lo fuerte que puedas golpear,

sino de que tanto puede ser uno golpeado y seguir avanzando,

se trata de lo mucho que puedas resistir y seguir adelante.

 

Hasta mi ultimo día en esa escuela no paré de subir los puños, y siempre fue para defenderme o para defender una buena causa.

Me llevé muchísimas lecciones de aquella escuela, pero una de las más importantes es que las batallas se pueden perder desde antes de subir la guardia. Se pierden cuando comienzas a pensar en huir; cuando comienzas a pensar que no vas a ganar.