Vértigo sería la mejor palabra para describir la etapa que estaba viviendo en ese momento. Nada en mi vida tenía orden y sólo existía por existir. Sin propósito. Trabajando noche tras noche como jefe de seguridad. Discutiendo con personas sumamente alcoholizadas que pretendían ser más de lo que en realidad eran.

Yo no era mejor, pues cuando llegaba la madrugada del domingo, y la jornada laboral de la semana había terminado, la primer cosa en mi lista de prioridades era salir a prisa en dirección al mini súper y con dinero en mano comprar un seis de cerveza para guardarla en mi mochila y disfrutar de un viaje de madrugada de dos horas, desde Polanco hasta Ecatepec, bebiendo como digno integrante de «el escuadrón de la muerte». Aunque al principio esa era la vida que había estado deseando llevar (lejos de las responsabilidades que me imponían mis padres y con la carrera de programación y análisis de sistemas recién terminada), ahora me estaba dando cuenta de que ya no era tan divertido como al principio. Las borracheras habían pasado de ser diferentes y salvajes a una copia de una copia, de una copia. Las mismas personas en las de cada fiesta, con los mismos pasos de baile y las mismas conversaciones deprimentes. La realidad es que no sólo me había cansado de la forma en la que estaba llevando mi vida, sino de mí mismo, pero eso aún no lo sabía, pues creí que el mundo estaba mal y no yo.

Una tarde, mientras bebía una cerveza y hacía el aseo del departamento que compartía con un par de amigos, uno de mis «roomies» (El Gus), un chico que estudiaba arquitectura en la UNAM y que gustaba de la trova. Llegó con un libro bajo el brazo y se dispuso a acompañarme con una cerveza para poder hacer el aseo juntos. Mientras platicábamos de música y filosofía de borrachos, me quedé mirando el libro que había traído con él. Le pregunté que si lo estaba leyendo y me respondió que en realidad ya lo había leído, pero que lo traía de casa de sus papás para poder iniciar una nueva biblioteca en ese departamento. Yo para ese entonces no era un fanático de la lectura, pues apenas había leído un par de libros de Nietzsche y para ser muy sincero, me habían dejado pensando bastante, pero no con ganas de más. Antes de que pensara en cambiar de tema, él me lo ofreció y yo en realidad estaba un poco renuente, pues sentía pereza tan sólo de ver lo grueso que era. Sabía que jamás terminaría de leer un libro así de grueso, pero no tuve oportunidad de decir que no, porque ya había puesto el libro sobre mi mano. Caminé a mi cuarto y lo dejé sobre la cama.

Más tarde, cuando ya habíamos terminado el aseo y ya me disponía a dormir, descubrí el libro sobre mi cama y sólo por curiosidad comencé a leer las primeras páginas. Esas primeras páginas se convirtieron en el primer capítulo y antes de que me diera cuenta ya habían pasado unas tres horas. El libro me había atrapado con la maravillosa historia de un ex presidiario recién liberado. Había estado buscando un lugar para pasar la noche, pero cada que le pedían sus papeles se daban cuenta de la clase de persona que era, y preferían no arriesgarse. En algún momento termina dando con la casa de un obispo que vivía con su hermana. La mujer no quiere que el sujeto se quede una sola noche, pero el obispo se niega y lo ayuda brindándole techo y comida. Durante la noche el hombre se levanta y roba la vajilla de plata del obispo. A la mañana siguiente el obispo y la mujer se dan cuenta, pero esto parece no afectar al padre. Más tarde alguien llama enérgicamente a la puerta y al abrirla se encuentra con el mismo hombre que la noche anterior le robó la vajilla de plata. Lo llevan amarrado y muy golpeado, pues se dieron cuenta de que la vajilla pertenece al obispo y lo traen porque el hombre dice que el mismísimo obispo le ha regalado la vajilla. El padre se sorprende y les pide que lo liberen inmediatamente. Entra corriendo a la casa y sale con un par de candelabros de plata. Se los entrega al desgraciado y le dice que los había olvidado. Los hombres se sorprenden y lo dejan libre. Antes de partir el obispo lo hace prometer que será un hombre de bien y será una promesa que al ex presidiario le cambiará la vida convirtiéndolo en la mejor “persona” que yo, hasta ese momento había conocido.

Terminé de leer el libro en menos de dos semanas y por primera vez, concebí para mí un destino tan diferente como el del hombre del libro. Tenía la oportunidad de decidir y ser como Jean Valjean. La peor escoria redimiendo sus pecados.

No tardé mucho en dejar de beber y fumar. Me reinscribí en la escuela y comencé a estudiar comunicaciones.

Con el tiempo sorprendí a muchas personas con el cambio. Muchos otros me han conocido como ahora soy (sin la etapa autodestructiva) y parecen estar muy felices con lo que soy, pero también me he encontrado con algunos otros que parecen estar renuentes con el cambio. Parece que no importa cuanto haga, para ellos seguiré siendo el mismo harapiento, borracho y egoísta ser que fui.

El libro era “Los miserables” de Victor Hugo, y aún lo conservo.

Muchas noches, antes de irme a dormir lo miro por largo rato sin que nadie se de cuenta. Pienso que si alguien lo puede imaginar, otra persona lo puede hacer realidad.

Ese libro no sólo me abrió el apetito por la lectura, sino que también cambió la forma en la que conduzco mi vida.
Tal vez en este momento hay un libro, en un polvoriento estante, esperando para cambiar tu vida.