Kris DurdenAbrí los ojos grandes como platos y miré el rostro de Carlos, uno de mis amigos, uno de los que iba en los asientos de atrás, conmigo. Aunque todo fue muy rápido lo recuerdo como en cámara lenta. La mirada de terror absoluto que tenía en el rostro y cómo posaba las manos sobre los asientos delanteros y estiraba los brazos hasta ponerlos rectos y tensos para no salir volando entre los dos asientos, impactar con el cráneo en el parabrisas y terminar con el rostro destrozado y encharcando el asfalto con su sangre. Regresó la mirada al frente y cerró los ojos con fuerza al tiempo que apretaba los las mandíbulas. Yo estaba junto a la puerta trasera, justo detrás del conductor; del joven, estúpido y arrogante conductor que trató de impresionarnos desde el principio diciendo que ya sabía conducir desde algunos meses atrás, pero que más adelante descubriríamos que sólo le ayudaba, de vez en cuando, a sus primos que trabajaban en el valet parking. Pensé muchas cosas; deseé muchas cosas. Primero mis amigos. Quería que salieran bien de todo esto. Luego mi seguridad. No quería romper el vidrio con mi cráneo y terminar debajo de la camioneta, como le había pasado a Cliff Burton de Metallica en un accidente que terminaría costándole la vida en 1986. Pensé que si salía de esta me las iba a pagar el conductor. Al final pensé que moriría atrapado en la adolescencia, en las primeras horas de un año nuevo y eso sería todo.

Impactamos contra una enorme guarnición en una vuelta muy cerrada. Primero la llanta del lado del conductor seguido del sonido de fierros retorciéndose bajo nosotros. Sintiendo con las plantas de los pies a la bestia retorciéndose de dolor. Luego la otra llanta delantera y antes de que saliéramos disparados como cuete, surcando los aires y girando sobre nuestro eje cual balón de americano, la criatura se aferró. Nos detuvimos de golpe. Algo debajo de la camioneta se atoró contra las varillas ahora expuestas de la guarnición y quedamos estupefactos en el subibaja más costoso que me he subido. Nos miramos perplejos y descubrimos que estábamos vivos, pero antes de cantar victoria también descubrimos que si no nos mató el accidente, nuestros padres se encargarían de ello.

La bestia seguía viva, pero hacía un sonido enfermizo. Nos apresuramos a decirle a nuestro hablador chofer (que al fin se había quedado mudo) que pusiera reversa y nos sacara de ahí antes de que aparecieran las patrullas y descubrieran que sólo éramos un grupo de chiquillos con apenas la altura suficiente para alcanzar los pedales.

Puso en reversa la camioneta y con mucho escandalo y esfuerzo la bajó de la guarnición. Nos incorporamos a la poco transitada y oscura calle, y avanzamos unos metros. El motor de la bestia estaba mal. A mitad de la calle el chofer paró, apagó la camioneta y salió a mirar el motor. Hoy reflexiono en ello y pienso, «¿Por qué apagó la camioneta para abrir el cofre, esperaba que con el motor apagado esta no se fuera a vengar escupiéndole anticongelante o atrapándolo con la banda y terminando por devorarle el rostro?» No lo sé, pero él así lo hizo. Cuando subió de nuevo con nosotros, intentó encender nuevamente la camioneta y esta ya no arrancó. Estuvimos parados ahí unos 3 minutos y la camioneta no reaccionaba. Miramos alrededor y caímos en cuenta de que estábamos en la parte más oscura del barrio más peligroso de Ecatepec.

Como animales que asechan en las sombras, comenzaron a aparecer algunos vándalos. Miraban curiosos y nosotros nos sabíamos el animal herido que pronto será la cena de los lobos.

-Tienes que sacarnos de aquí –Comenzó a rogar uno de mis amigos, que aunque siempre se mostraba muy seguro la mayor parte del tiempo, bajo estas circunstancias terminaba colapsando. Abrió la puerta y bajó del carro sólo para mirar el frente de la camioneta, como si con eso pudiera encontrar el problema y determinar cuál sería la solución. Los vándalos lo miraron con ojos grandes, pero no se acercaron, poco a poco se iban haciendo más y más. Replegados en las sombras y esperando a que cometiéramos un error. Me miré con Carlos y sin cruzar palabras supimos que pensábamos lo mismo. No recuerdo quién de los dos lo propuso, pero sabíamos que si alguien se iba a bajar de la camioneta y cruzar esas nefastas calles en busca de ayuda, seríamos nosotros dos.

Omar nos dijo que en su casa, cenando con su familia, estaba «el pollero» y que él sabría que hacer. Había sido mecánico y lo había visto arreglar su propia camioneta un par de veces. Omar vivía en otra de las colonias más peligrosas de la zona, así que caminaríamos por tres colonias repletas de delincuentes y uno que otro asesino (y en esta parte no exagero, pues por aquél entonces habían muerto apuñalados algunos chicos de nuestra edad. Recuerdo bien el cazo de un conocido de nuestra misma edad que sólo trató de defender a su hermana del tipo equivocado (tipo que también tenía nuestra edad)) Así que cruzaríamos tres barrios diferentes en el día donde más alcohol se bebe y más armas de fuego se disparan al aire para, poder llegar con una ayuda que no sabíamos si sería útil.

Bajamos de la camioneta sintiendo las miradas curiosas siguiéndonos en la oscuridad, y comenzamos a caminar. Hablábamos bajo y de cuál sería la ruta que tomaríamos para esquivar a los cholos. Mencionamos lo imprudente que había sido nuestro valiente chofer y lo que terminaríamos pagando por su culpa (nunca dejamos morir solo a nadie y si algo se tenía que pagar, sería entre todos) Llevábamos caminando unos 10 minutos cuando sentimos cómo un vehículo se nos emparejaba poco a poco por la espalda. Mantuvimos la calma y cruzamos miradas nuevamente, para descubrir que nos volvíamos a poner de acuerdo sin decir palabra. La ventanilla del copiloto se bajó y los que nos hablaban desde dentro eran nuestros amigos. Habían conseguido revivir a la bestia. Nos explicaron que nuestro tenaz chofer había dejado la camioneta en neutral y por eso no había encendido.

Todo el camino nos fuimos a una velocidad moderada y llegamos a casa de Omar, para que «el pollero» le echara un vistazo antes de entregarla.

La camioneta hacía un ruido extraño y «el pollero» le dio solución quitándole un pedazo de plástico que estaba rozando con el ventilador.

Llegamos a la casa, entregamos la camioneta y nos quedamos sentados portándonos tan bien como un monaguillo en misa.

Esa noche nadie murió y no pasó a mayores.

No dijimos nada del incidente, sino hasta que descubrieron que una de las llantas delanteras traía un golpe. Terminamos pagando el rin, que se había partido.

De esta vivencia aprendí muchas cosas, como que no debía poner mi vida en las manos de cualquier hablador que me dijera que sabe lo que está haciendo. Que todos tus propósitos de año nuevo se pueden ir en tan sólo un instante. Que bajo las circunstancias más peligrosas siempre pondría mi seguridad ante la de mis amigos. Y que en ningún momento, un adolescente piensa en cómo sería la vida de sus padres si él perdiera la vida. Esta historia nunca se la conté a mis padres, como muchas otras historia que me han pasado.

La realidad es que en las últimas personas en las que pensé aquella noche fue en mis padres. Como adolescente simplemente no piensas en las consecuencias hasta que pasan, y ahora que soy adulto, sin duda no dejaría que mi hijo adolescente tome las llaves del carro y salga a divertirse un poco con sus amigos, pensando que no pasa nada. Porque sí pasa.