Kris DurdenTenía un año de haber terminado la carrera de comunicaciones cuando perseverar rindió sus frutos y encontré trabajo de profesor de comunicaciones en una escuela de Ecatepec. Estaba disfrutando muchísimo esa etapa con mis alumnos (y por lo que me cuentan hoy, sé que ellos también disfrutaban conmigo), pero algo dentro de mí me estaba pidiendo más. No importaba cuántos proyectos iniciáramos y consolidáramos, parecía que ninguno de los directivos de la escuela realmente creía en nosotros. Para ellos éramos como adultos jugando con cámaras y micrófonos.

A los seis meses me encontré buscando en internet los contactos de figuras públicas para mandarles solicitudes de trabajo. Encontré correos y redes sociales así que me dispuse a mandar no sólo CV sino también demos de video, demos de audio, demos de edición de fotografía y mis referencias trabajando como profesor, como programador y como stage-hand en OCESA.

Realmente me esforcé para impresionarlos con un CV muy completo, pero pareció que nada los impresionó, pues no recibí respuesta.

Después de unos días, sin desanimarme, decidí que debía de hacerles llegar por todos los medios el paquete que había armado para ellos, así que lo intenté nuevamente, pero esta vez marcando directamente a las oficinas de cada uno de ellos. Las secretarias respondían amables, pero siempre con prisa. Muy pocas se daban el tiempo para buscar con detenimiento, pero al final, después de insistir bastante resultó que todas habían recibido mis paquetes y que sería cuestión de que ellos se pusieran en contacto conmigo.

Hasta hoy, no he recibido respuesta.

Pasé un par de meses reflexionando en todo ello, sin dejar de perseverar, me hice a la idea de que si no me habían llamado era quizá, porque no tenían interés de llamar a alguien para rechazarlo. Así que sin la posibilidad de recibir retroalimentación para saber en qué había fallado, tuve que indagar qué era lo que me había cerrado las puertas. Pasaron semanas.

Un día, después de entrenar algo de box, me senté a mirar el atardecer y al ver una parvada de aves volando recordé una de las muchas historias que nos contaba nuestro Shifu.

–Todos ustedes son diferentes, pero no es porque haya defectos, sino que cuentan con características muy diversas. Unos son fuertes, otros son ágiles y otros flexibles. Lo mismo pasa con sus estilos de combate. Yo los entrené a todos, pero cada uno ha desarrollado movimientos muy distintos al del otro. ¿Ustedes pueden decirme quién es mi mejor alumno?

Todos se miraron con incertidumbre, pero yo estaba seguro de que la respuesta sería evidente. Yo llevaba más tiempo practicando y manejaba más técnicas de combate que ningún otro. Cuando varios comenzaron a mirarme supe que la respuesta de nuestro Shifu terminaría por favorecerme.

–Mi mejor alumno –Continuó el maestro– es Paco.

Cuando escuché su nombre algo se revolvió en mis entrañas. No podía creer que ese escuincle me estuviera ganando a mí, que era más fuerte, más rápido y repleto de técnicas de combate. No iba a dejar que las cosas se quedaran así.

Durante los siguientes meses me enfoqué en pelear con Paco y todas las veces que combatimos, lo vencí; pero nuestro Shifu no cedió. Él seguía diciendo que su mejor alumno era Paco. No lo entendía.

Una tarde, después del entrenamiento, nos quedamos a solas mi maestro y yo, así que aproveché para preguntarle el por qué de su inamovible determinación. Me respondió con una historia que no comprendí del todo ese día:

–Existió un pato que caminaba por el mundo haciendo ostento de ser el mejor animal de toda la creación. No por ser él, sino por ser pato. Decía que ningún animal se le comparaba, pues él podía andar por tierra si le apetecía, nadar en un estanque como pocos animales de tierra, o volar como ningún animal del agua jamás podría. Él decía ser el amo de los tres reinos. Un día, los animales cansados de su soberbia lo retaron para ver quién era el mejor en cada uno de dichos terrenos, y el pato soberbio, aceptó.

Cuando compitieron sobre la tierra, fue el chita quien corrió más rápido, dejando muy atrás al pato. Todos se partieron en risas al verlo vencido.

Cuando compitieron en el agua, fue el tiburón quien nadó más rápido, dejando al pato más avergonzado y furioso, pero no se rindió y esperó a la prueba en el cielo.

Cuando compitieron en el aire, fue el halcón el que voló a una velocidad impresionante, acabando con la última esperanza de ganar del pato.

Así fue como el pato dejó de lado su soberbia, a sabiendas de que cualquiera de los tres ganadores lo podía hacer una presa fácil.

Medité un momento en lo que me acaba de contar y le dije:

–Pero yo le gano a todos tus alumnos en todo.

–Pero no eres el mejor en ninguna de las cosas que haces.

–Sí soy el mejor, porque le gano a todos.

–Un día lo entenderás. Hoy mi mejor alumno es Paco.

La tarde que me senté a meditar en los motivos por los que ninguno de los famosos me había llamado para trabajar en sus equipos se debía a eso mismo. Yo era como el pato, que tenía muchos talentos, pero en ninguno era el mejor. Sabía que había mejores editores que yo, mejores realizadores que yo y mejores locutores que yo, pero también sabía que había algo en lo que nadie me ganaba y lo llevaba practicando toda la vida. Era mi base en las comunicaciones.

Con los famosos a los que había mandado mis primeros CV y demos, ya había quemado mis balas y  no podría mandarles mi CV corregido, así que en la siguiente oportunidad que se me presentó, mandé solamente dos hojas. Ya no más CD’s, ni maquetas, ni máscaras, ni demos en memorias USB. Sólo dos hojas de papel. En la primera había puesto sólo mis aptitudes principales como comunicólogo y en la segunda había hecho un copy creativo. Algo que los dejara ver con claridad que mi talento para escribir. Mi talento para traer ideas complejas a palabras simples. Algo en lo que yo, me sabía el mejor. Creatividad.

Me llamaron a los pocos días y ahí comencé a vivir el sueño.

 

«La vida no es fácil, para ninguno de nosotros. Pero… ¡qué importa! Hay que perseverar y, sobre todo, tener confianza en uno mismo.»

Marie Curie