Kris DurdenA lo lejos de aquella prolongada, ancha y desolada calle de Ecatepec, vi a cinco sujetos caminando hacia mí, pero en la acera opuesta. Hasta ese momento yo iba ensimismado, pero cuando estuvimos a unos metros, se comenzaron a cruzar la calle. A mis 17 años no era la primera vez que me asaltaban así que ya tenía una idea clara del procedimiento, pero esta vez iba a ser un poco diferente.

Me mantuve caminando hacia ellos a paso firme y tratando de no pegarme a la pared para no mostrar miedo. Los cinco me rodearon y se quedaron a una distancia prudente. Uno de ellos tomó la iniciativa y me detuvo.

–Ya te la sabes.

–¿Ya me sé qué? –Dije con hostilidad–.

Tres de ellos sacaron sus navajas y ahí supe que pelear con los cinco había dejado de ser opción.

–¡¿Quiénes que valga verga?! –Gritó uno de ellos, que asumí se trataba de la mano derecha del líder–.

–Nada de lo que traigo vale la pena –Dije con la intención de mostrar que cooperaría–.

–A ver, saca.

Metí las manos a las bolsas y saqué una cajetilla de cigarrillos con su encendedor.

–¿Es todo? –Dijo retador–.

Meneé la cabeza y torcí la boca. Metí de nuevo las manos a mis bolsas y saqué un billete de 20 pesos.

–Te voy a pasar báscula y si te encuentro algo más –Sentenció–, te voy a dejar ir la de fierro, perro.

–Aún no termino –Añadí fastidiado–.

Metí nuevamente las manos a las bolsas y saqué un celular. Uno de los primeros celulares que se veían en mi generación. Uno que mi papá había adquirido quién sabe con cuantos días de trabajo duro y monótono.

A uno de ellos le brillaron los ojos al ver el teléfono. A otro le brillaron por la ira de pensar que yo les quería ver la cara al querer librarme de ese asalto con el celular en mi propiedad. Ese se precipitó hacia mí y sentí que la navaja iba a penetrar mis intestinos, pero no retrocedí, porque yo también estaba siendo impulsado por la ira de aquellos que no reconocen el valor de las ásperas y asoleadas manos de su padre que trabajan para darles a sus hijos todo.

La navaja hizo presión en mi abdomen y sentí el rigor de la implacable punta de acero, pero no penetró la piel.

–¿Apoco sí muy chingón?

–Ya tienen lo que quieren –Dije sin titubear–.

Atrás de mí se acercaron otros dos y nuevamente recargaron sus navajas contra mi espalda.

–Pásenle bascula.

–No tengo nada más que darles.

Ignoraron lo que dije y pasaron sus manos por mis bolsas. No encontraron nada más.

–Ya no tiene nada.

–No soy un vulgar mentiroso –Dije en un tono que buscaba señalar que no era igual a ellos–. Yo tengo honor.

Su líder me miró con desprecio, pero sabía lo que había querido decir. Como si mis palabras realmente lo hubieran puesto a pensar. Pero en los ojos del sujeto que asumí era su mano derecha, vi fuego. Sentí cómo ejercía más presión con su navaja contra mi abdomen, pero no cedí.

En un movimiento realmente rápido, apartó la navaja y me tiró un puñetazo, pero lo dejé pasar en un movimiento reflejo gracias a los tres años que tenía practicando box. Perdió el equilibrio y se siguió contra la pared.

–¿Qué otra cosa quieren de mí?

Su líder se acercó a mí y me dijo:

–Camínale y no voltees, porque te carga la verga.

Seguí mi camino y hasta después de 5 minutos encontré a uno de mis amigos en el lugar donde nos juntábamos. En el momento en que lo vi y le conté lo sucedido comencé a temblar sin control. Por muchos años creí que era adrenalina, pero hoy estoy más convencido de que era miedo.

Miedo a morir como unos meses atrás había muerto un compañero del barrio; apuñalado en una estúpida revancha sólo anunciada por la frase «Al topón». Miedo de morir como aquel otro muchacho al que le aplastaron la cabeza con una coladera de concreto. Miedo a vivir como aquel otro chico al que le apuñalaron la garganta y vivió para quedar mudo.

A los 17 años ya había conocido a cinco chicos que habían muerto víctimas de la delincuencia, y la lista de los que habían sido asaltados era incalculable. Habría sido más fácil contar a los que no habían pasado por una situación así.

 

Ese era Ecatepec hace unos 15 años. Cuando dejé el barrio ya mis conocidos caían como moscas. No me alcanza la imaginación para hacerme una idea de lo que es Ecatepec hoy, pero desafortunadamente hay números que sí nos pueden dar una idea a todos.

En 2016 ocurrieron 236 feminicidios en Estado de México, muchos de ellos ocurrieron en Ecatepec y por lo tanto encabeza la lista de los 11 municipios de la entidad con más feminicidios.

En lo que va del año 2017, tan sólo en Ecatepec, se han reportado 8,977 denuncias por robo. ¡Sólo en lo que va del año! Y no estamos contando las denuncias que jamás se hicieron por miedo a las represalias.

Mi mente de cuentista sólo piensa que una maldición terrible ha caído sobre Ecatepec, pero esa no es la realidad. La tierra donde sopla el viento no tiene la culpa. La culpa es de nosotros por ser indiferentes al crimen. Por hacernos de la vista gorda y no querer hacernos responsables de los niños y su educación, con el pretexto de que no son nuestros. Por no denunciar y por no tener el coraje para pelear cuando la situación lo amerita.

Debemos de hacernos responsables hoy del mundo que le vamos a dejar a nuestros hijos. Debemos de evitar a toda costa que nuestros barrios se conviertan poco a poco en el nuevo Ecaterror.

“Es mejor morir de pie que vivir de rodillas”

Emiliano Zapata

Kris Durden