El circo del pueblo de Clemencia - Kris DurdenHe despertado empapado en sudor. Me duele la mandíbula como cuando era joven y mascaba un chicle por horas. También mis manos arden un poco y se debe a que durante la noche he cerrado los puños con tanta fuerza que me he enterrado las uñas contra la carne de la palma de las manos. Son a penas las 3 de la mañana.

Al abrir los ojos un recuerdo muy viejo, casi en sepia, me tomó por sorpresa.

Cuando era niño, vivía en un pueblo seco y marchito en el cual pasaba tardes enteras corriendo con otros niños por ardientes tierras bajo el pesado sol. Con la resortera en mano y las bolsas del pantalón zurcidas hasta el cansancio, pero llenas de piedritas afiladas, buscábamos matar lagartijas de un solo tiro.

Si teníamos hambre, con esa misma resortera le tirábamos a uno que otro pichón, y sí, lo desplumábamos, asábamos a la leña y nos lo comíamos. Con suerte encontrábamos una que otra culebra y esa, además de comérnosla, dejaba piel suficiente para adornar las fundas de nuestros machetes. Una vez mi mejor amigo mató una tan larga y gorda que le alcanzó para hacerse dos cinturones de adulto.

Por aquel entonces muy pocos terminaban la primaria. Las manos eran más útiles trabajando la tierra que reposando sobre cuadernos; o por lo menos esa era la creencia de todo el mundo, incluyendo a mis padres.

Por el tiempo en el que mi padre estaba a punto de sacarme de la escuela para dedicarme de lleno al campo, los rumores de que un circo arribaría a la ciudad comenzaron a hacerse presentes. El único circo que pisaría el pueblo de Clemencia, y era una locura que un circo se estableciera en aquella comunidad tan pobre. ¿Quién se atrevería a pagar por un espectáculo cuando el poco dinero que hay ni siquiera alcanza para comer?

Se establecieron a orillas de la ciudad, un poco alejados de las parcelas que pertenecían a la familia de mi mejor amigo. Trabajaron de noche escapando de los casi 40 grados que alcanzaban las temperaturas a medio día y eso hizo de su aparición un suceso casi mágico, y así, de un día para otro, teníamos circo.

Todos los niños nos moríamos de ganas por ir, pero parecía un sueño imposible. Inalcanzable.

Aquella vez, a la hora del receso, un pequeño grupo de niños nos juntamos en el patio de la escuela y comenzamos a soñar despiertos con todas las maravillas que aquél circo tenía preparadas para el público. Muchos no teníamos ni idea de qué pasaba en un circo, pero algunos otros habían escuchado un par de historias al respecto. Desde hombres coloridos que regalaban dulces y globos a los niños, hasta hombres capaces de doblar una barra de acero con sus propias manos.
Mi mejor amigo decía que de noche, cuando las funciones daban comienzo, se podían escuchar aplausos, risas y alegres e hipnóticas melodías. Tres noches seguidas pasó lo mismo y todos los niños nos comenzamos a juntar para preguntar si alguno había ido, pero resultó que nadie tenía dinero para eso. Mi amigo preguntó algo que a nadie se le había ocurrido en ese momento a ningún otro niño:

–¿Entonces de quién son los aplausos y las risas que escucho cada noche?

Estábamos ahí casi todos los niños de la escuela y por ende del pueblo. A lo mucho 30 niños. Se miraron unos a otros y una voz se alzó diciendo:

–¡Deben de ser los papás!

La multitud comenzó a murmurar y alguien más gritó

­–¡Sí! Por eso hacen las funciones de noche, cuando los niños duermen»

De nuevo se hizo el caos. Mi mejor amigo, líder nato, alzó de nuevo la voz para decir que sólo había una forma de descubrirlo. Por la noche, cuando las campanas de la iglesia anunciaran las 8, nos veríamos en el kiosco y de ahí él nos guiaría hasta el circo para ver de una vez por todas a quién pertenecían las risas y los aplausos.

Todos sabíamos que ese era sólo un pretexto para escabullirse hasta el circo, y no hacía falta elaborarse una historia para salir a mitad de la noche a ver uno de los más grandes espectáculos que el hombre había inventado.

Más tarde todos los que fuimos nos arrepentiríamos.

Cuando las campanas sonaron, muchos salimos de casa y recorrimos el oscuro pueblo en pos del Kiosco y una respuesta definitiva. Ahí ya nos esperaba mi amigo. Nos juntamos 12 niños y les dimos unos minutos más a los otros para ver si se sumaba alguien más, pero nadie llegó.

Mi amigo dio la orden de comenzar a caminar antes de que un adulto nos dispersara y partimos en silencio.

A la distancia pudimos ver las espectaculares luces del circo. A nadie se le ocurrió preguntarse desde donde traían la electricidad, y caminamos como insectos hacia la luz de una farola.

Entre más nos acercábamos más presencia cobraban las risas y los aplausos. Se escuchaba casi lleno. Mi amigo cobró ventaja sobre el resto de nosotros y fue el primero en asomar la cabeza por debajo de la gruesa tela que albergaba aquél bullicio. Sacó la cabeza y nos pidió que lo siguiéramos de cerca, que nos avanzaría hasta poder mirar por debajo de las gradas. Así hicimos.

El lugar estaba repleto de niños y adultos, pero sólo podíamos ver los pies de las personas, pues como había dicho mi amigo, entramos desde debajo de las sólidas gradas hechas de metal y madera.

Tratamos de no hacer ningún  ruido, a pesar de que las personas que estaban encima de nosotros reían estridentemente y no nos podían escuchar.

Nos avanzamos hasta que llegó el punto donde por fin pudimos comenzar a presenciar la función.

En el centro del lugar había payasos y eran realmente buenos. Sólo de ver pocos segundos de su muda rutina ya estábamos muriendo de risa. Al momento olvidamos la misión de nuestra pequeña empresa y nos concentramos en la función. Tras un par de bromas visuales más, los payasos dieron fin a su rutina.

Mientras desaparecían tras unas gruesas cortinas una poderosa voz se hizo presente. Al principio no sabíamos de dónde venía, pero luego vimos que era de un hombre vestido elegantemente de negro y rojo, que permanecía tras el pilar central  del circo, ubicado justo al centro del lugar.

Él tenía una mirada penetrante gracias a sus cejas tan tupidas como su bigote.

Anunció la entrada de las gemelas, quienes hacían acrobacias sobre un cable a más de 15 metros de altura. Nos costó trabajo mirarlas desde abajo de las gradas, pero al final lo disfrutamos tanto como el público arriba de nosotros.

Luego reapareció el hombre de negro y rojo, y anunció un espectáculo de malabares con espadas. Nos dejó mudos y con los ojos de tecolote aquella hazaña.

Después reapareció el hombre de negro y rojo y anunció a los leones. Muchos tuvimos que ahogar un grito cuando un hombre metió la cabeza en boca de un león, pero el león esperó paciente y no lo devoró.

Cada espectáculo había sido más peligros que el anterior.

Habíamos perdido la noción del tiempo y sólo cuando el mismo hombre de negro y rojo anunció el espectáculo final entendimos lo mucho que llevábamos escondido ahí abajo.

–¡El escapista! –Gritó con júbilo y los aplausos reventaron una vez más–.

Algunos nos miramos extrañados al desconocer lo que significaba escapista. Regresamos la vista al escenario y nos encontramos a un grupo de hombres cansados y ojerosos empujando un enorme mueble de madera con orificios. Dos pequeños y un orificio grande al centro.

Tras ellos apareció un hombre encapuchado, esposado de pies y manos siendo guiado por los mismos hombres cansados, comprendimos que su cabeza y manos estaban destinadas a ocupar dichos orificios.

Lo colocaron en la posición que había imaginado y fue entonces que vi que los postes a cada extremo del pesado mueble sostenían una navaja gigante que caería desde lo alto para mutilarle las manos y decapitarlo.

Algunos de los niños nos miramos nuevamente, más desconcertados que antes.

Cuando el hombre de negro y rojo le quitó la capucha, muchos de los niños que estaban conmigo contuvieron el aire sonoramente y esta vez yo fui el único que volteó a verlos, y nadie me devolvió la mirada. Todos parecían conocer la identidad de la persona ahí enfrente.

Yo miré al hombre con el cabello tupido en canas y sus marcadas arrugas buscando con una mirada intranquila algo o alguien entre el público. El hombre de negro y rojo comenzó a explicar que lo que ese sujeto intentaría hacer sería escapar de las esposas y luego de aquél artefacto llamado potro del destino.

–¡Es cómo un mago! –pensé–.

–A la cuenta de tres tiraré de esta cuerda y descubriremos si este hombre es capaz de escapar a su deuda con el circo y a su propio destino… ¡Uno!

Las manos me comenzaron a sudar al ver que el hombre parecía más desesperado que nunca, tratando de encontrar con la vista ayuda de entre el público, pero confiaba en que eso fuero sólo parte del espectáculo. Sabía que en el último segundo se soltaría y todos aplaudirían su destreza.

–¡Dos!

De pronto, sus ojos y los míos se cruzaron y la sangre se me heló. Se quedó mirándome con los ojos muy abiertos y jaló suficiente aire como para dar un poderoso grito.

–¡Tres!

El hombre jaló de la cuerda y la pesada navaja cayó y desprendió cabeza y manos del cuerpo del hombre. Supe que lo último que vio en su vida fueron mis ojos.

Los aplausos reventaron en todo el lugar ahogando los gritos de muchos de los niños que nos acompañaron esa noche.

Mi amigo fue el primero en reaccionar y comenzó a sacarnos del circo. Cuando por fin estuvimos fuera cada quien corrió en la dirección que mejor le parecía.

Yo y mi amigo corrimos juntos rumbo a su casa y de ahí me dijo que no me detuviera hasta yo llegar a la mía.

Corrí y corrí hasta que las piernas me quemaban el corazón se me salía por la garganta, y cuando llegué a mi casa entré sin hacer ruido y me arrojé al petate. Me cobijé hasta la nuca y quedé alerta por si alguien hubiera podido seguirme hasta la casa. No pude dormir esa noche, ni la siguiente ni muchas otras sino hasta muchos años después.

Al día siguiente, nadie en la escuela quería hablar de lo que había pasado la noche anterior, pero notamos que faltaban dos de los compañeros. Casualmente dos de los que nos habían acompañado al circo.

Por la tarde nos enteramos que los dos compañeros que no fueron a clases no aparecían y el pueblo comenzó a buscarlos, pero no tuvieron éxito.

Un día después desaparecieron otros dos y fue que mis padres tomaron la decisión de mandarme con mis padrinos en la Capital, mientras se calmaba la situación. Dos días después ya habían desaparecido ocho niños y fue cuando mis padrinos llegaron por mí.

No tuve tiempo de despedirme de nadie en el pueblo de Clemencia y mucho menos de mi mejor amigo.

Antes de terminar la semana ya habían desaparecido 11 niños. No hizo falta que mis padres trataran de ocultar que mi mejor amigo había sido uno de esos 11. Yo ya lo sabía. Sabía que era cuestión de tiempo para que también yo desapareciera.

No sé si los harapos en los que andaba, los cayos de las manos o mis prominentes costillas impulsaron a mis padrinos a tomar la decisión de criarme como a uno de sus hijos, pero así fue.

Comenzaron a llenarme la cabeza con ideas de un trabajo de oficina. Me inculcaron el hábito de la lectura y posteriormente me metieron a la escuela de la ciudad. Se enfocaron muchísimo a que me adaptara a este nuevo y competitivo entorno. Y yo también lo hice mi reto.

Dejé el acento del campo y luego me centré en ser uno de los mejores estudiantes de la primaria, secundaria, preparatoria y universidad.

Me convertí en profesor y luché tenaz contra la ignorancia. Ese propósito de vida fue tal que me olvidé completamente de los acontecimientos que orillaron a mis padres a sacarme del pueblo.

Hace unos días murió mi madre, a quien siempre enviaba dinero para sus gastos, pero nunca visitaba. Prefería que ella fuera a la ciudad para llevarla a su visita de la catedral y la basílica. Este año ya no alcanzó a ir y fui yo el que vino para darle sepultura en el panteón de Clemencia.

Esta es la primera noche que duermo en el pueblo desde hace más de 50 años. He despertado de madrugada y al verme en el espejo me he llevado una aterradora sorpresa. Hasta ahora estoy comprendiendo que lo que los demás vieron esa noche no fue a un hombre tratando, inútilmente de escapar de su decapitación, sino a ellos mismos.

Cada uno de nosotros presenció su muerte y por eso nadie pudo reaccionar sino hasta que reventaron los aplausos.

Estoy aterrado mirándome al espejo y entendiendo que mi rostro es exactamente igual al del hombre que 50 años atrás decapitaron frente a mí. Ni una arruga más ni una menos…

Disculpe que acabe con mi relato tan abruptamente en este punto, pero alguien toca a la puerta y tal vez sea para mí.

Tal vez sea que debo de pagar por una función de circo que vi hace tiempo.

Tal vez sea que tengo una cita con mi destino.