Kris DurdenEn cuanto salí, un viento frío y húmedo me atravesó la ropa y me caló en los huesos. Me apresuré a quitar la cadena a mi bicicleta y la monté a toda prisa esperando ser más rápido que la tormenta que se avecinaba, pero en el fondo sabía que no había forma de escapar y por más que me esforzara, no llegaría al Ángel de la Independencia seco.

Efectivamente, cuando llegué al Ángel, mitad de camino entre la casa y el trabajo, ya estaba empapado. Comencé a malhumorarme, sin comprender realmente por qué, pero ante este estado de ánimo hice una pausa y recordé lo tedioso que es ir en metro en temporada de lluvias. Apretujado entre todas esas personas, atrapado en un vagón de metro que simplemente no avanza y cuando avanza lo hace tan lento que pareciera no estar en movimiento. Recordé lo que era andar un trayecto que cualquier otro día se recorrería en 15 minutos, hacerlo en 50 minutos o más. Me vi, esperando (casi rezando), por que cuando se abrieran las puertas no estuviera una persona empapada de arriba a bajo intentando entrar al mismo vagón. O peor aún, que cuando al fin lo consiguiera, quedara junto a ti, escurriendo agua de lluvia y sudor. Compartiendo los líquidos de su ropa, contra la tuya.

Una sonrisa enorme se me dibujó en el rostro. Miré en derredor agradecido por no estar ahí abajo, en una situación peor que la de una rata de alcantarilla. Alcé la vista al cielo y sentí la lluvia acariciando mi rostro. Una sensación tan maravillosa como cuando era niño y salía a mojarme bajo la lluvia.

Regresó toda una época donde había tan poco por qué preocuparse, y no era por la cantidad de responsabilidades, sino por la actitud que sólo los niños pueden tener ante situaciones que realmente no son adversas, pero los adultos nos empeñamos en verlas así.

Mi miré el rostro de las demás personas y comprendí por qué mi humor había cambiado.

En ellos se notaba la angustia y la apatía. Yo, sin saberlo, había tomado lo que veía en sus rostros y lo había hecho parte de mí.

Miré dentro de los automóviles y vi que la gente estaba arte, porque ellos también se encontraban atrapados en el tráfico, más cómodos que los del metro, pero igualmente, atrapados. Los peatones se amontonaban bajo las cornisas de los edificios de reforma, esperando que la lluvia amainara y pudieran salir corriendo para tomar su transporte y quedar nuevamente atrapados allí. En un movimiento lento, pero lejos de las temibles gotas de agua.

Seguí mi camino, esta vez con una sonrisa enorme sobre el rostro.

Disfruté como un loco sorteando charcos y dejando atrás a todas esas personas atrapadas en cornisas, camiones y carros.

En algún punto me topé con un enorme camión de basura, que bajo esos implacables vientos y esa media luz fría que sólo los nubarrones pueden crear, se veía como un enorme reptil prehistórico, esperando a que un mamífero, como yo, pasara lo suficientemente cerca para devorarlo de un bocado. Aceleré y no me arriesgué a que la realidad pudiera superar mi imaginación.

Para cuando llegué a casa, me quité la ropa y disfruté de un baño con agua tibia.

De la oficina a la casa, había hecho 25 minutos, de los cuales pasé sólo 10 bajo la tormenta, pero fueron revitalizantes.

No sólo me revelaron una época olvidada donde saltar sobre los charcos era divertido, sino que también me mostraron que ando por el mundo, recogiendo penas y achaques que no son míos. Descubrí que puedo encontrar una excelente historia de terror para mi próximo cuento, si me doy la oportunidad de mojarme un poco.

 

Cuando llueve comparto mi paraguas, si no tengo paraguas, comparto la lluvia.

Enrique Ernesto Febbraro