I
Desde que entró, un penetrante hedor a sangre le invadió el sentido del olfato, pero no le pareció aversivo como a todo aquel que osara entrar en esa habitación, sino todo lo contrario. El aroma metálico de la sangre lo llevo a su infancia, cuando trabajaba con su papá, que había decidido que la escuela no le serviría para nada a su hijo y prefería mostrarle una verdadera forma de ganarse la vida con un trabajo que le diera de comer toda la vida y que sólo una de las necesidades básicas del hombre que pretendía ser civilizado, podía cubrir, y esa era su voraz apetito por la carne. Así que lo llevó consigo para trabajar en el rastro.
Aquellos primeros meses con su padre, los pasó trapeando la sangre dispersa por todo el lugar, mientras que en sus ratos libres se hacía más diestro con el cuchillo separando el pellejo de la carne. Después de la jornada laboral, padre e hijo se retiraban a casa caminando por más de 7 kilómetros; él mirando sus polvosos zapatos andar paso a paso y su padre viendo al frente, con la mirada implacable siempre fija en el horizonte. Los dos con sus morrales hechos a base de costales viejos e hilo cáñamo, antes hechos para cargar frijol y ahora repletos de la carne más exquisita que un hombre, de cualquier clase social, pudiera degustar. Llegaban exhaustos.
A falta de electricidad, prendían una velita, que a penas alumbraba los rústicos muebles hechos por ellos mismos. El piso era de tierra, pero por aquellos años, el piso de casi todas las casas del pueblo también era de tierra. Llegando a casa se quitaban sus huaraches y caminaban descalzos por todo el lugar. De haber vivido su madre, seguramente los habría recibido con un plato caliente sobre la mesa, y seguramente habría convencido a su marido de meter al niño a la escuela, pero ya no había tal mujer. Había sido asesinada por su padre un día que llegó temprano del rastro y la encontró con las anaguas alzadas y a su compadre bien sujeto de sus caderas y ensartándola entre arcadas y espasmos. Lo siguiente sucedió sin que él estuviera consciente de ello. Sacó de su cinto el puñal con el que le cortaba la garganta a los cerdos y les drenaba la sangre e hizo lo mismo con ambos, pero sin que estos pendieran de cabeza de un gancho en el techo.
Cuando cayó en cuenta de lo que había hecho no se arrepintió, de hecho estaba convencido que actuó como cualquier otro hombre lo hubiera hecho en su lugar. Al fin y al cabo creyó que esa mujer dejó de servir desde hace tiempo, cuando no pudo darle más hijos. Sabía que lo podían encarcelar si se enteraban, así que esperó al anochecer y se llevó los cuerpos; uno sobre la mula y el otro amarrado a la silla de montar y arrastrando por el camino.
Los llevó hasta el rastro, donde hizo lo que mejor sabía hacer. El niño era demasiado pequeño para recordarlo, a pesar de que lo había presenciado todo desde su cuna, y la vez que le había preguntado a su padre sobre ella, él se limitó a decirle que era una puta, así que no volvió a preguntar.
Metieron la carne en un hoyo en la tierra, donde se conservaría fresca hasta la mañana siguiente para consumirla a la leña en el desayuno. Se recostó cada uno en su catre. Su padre se quedó bocarriba, durmiendo tieso como una tabla, mientras que él se encogió en posición fetal y se llevó el dedo a la boca, donde saboreó la sangre seca entre las uñas y la carne de sus dedos. Durmió como un bebé.
Estando en la cámara fría, se acercó a un pedazo de puerco que colgaba de un gancho del techo, sabía en qué parte del cuerpo se almacenaba la sangre así que penetró con su pulgar la carne y lo miró teñirse de rojo. Acomodó las cosas como le habían pedido y trapeo el lugar a penas salpicado por unas pocas gotas de sangre y mucha mugre de las botas de las personas que ahí entraban, todo, sin que su pulgar interviniera. Cuando terminó, el pulgar de Rogelio ostentaba un color casi marrón, propio de la sangre seca. Se lo llevó a la boca, serró los ojos y se perdió nuevamente en los gratos recuerdos de su infancia.
II
La gente carecía completamente de modales y eso lo ponía de muy mal humor. Sí, era un sicario, pero su madre le había enseñado a decir, por favor y gracias. Casi todo el mundo en ese asqueroso pueblo era grosero y arrogante. Había entrado por cigarrillos y un teléfono celular desechable a un espacioso, pero austero establecimiento que pretendía ser un supermercado.
–Hola, buenas tardes –Dijo en tono firme, pero cortés. La mujer que atendía la caja lo miró de reojo, pero fastidiada. Regresó su mirada a un par de cajitas que se encontraba acomodando en un estante cercano–. ¿Me puede vender una cajetilla de cigarros y un teléfono como éste? –Dijo Sergio señalando un pequeño teléfono celular barato, pero la mujer le miró nuevamente ahora con cierta irritación–.
–Permítame–. Dijo torciendo la boca. Terminó de acomodar la última cajita y se acomodó en la caja para atenderlo. Se acomodó el mandil, se arregló el pelo y terminó su ritual diciendo–. Ahora sí, ¿qué va a querer?
–Una cajetilla de cigarros –Comenzó diciendo al tiempo que pensaba que sólo quería fastidiarlo, porque ni un mono mayordomo en entrenamiento podría olvidar algo que le había dicho apenas hace 5 segundos–, y un teléfono celular como éste.
Agradeció porque hubieran cigarrillos de la marca que él quería, porque no había soportado ni una palabra más proveniente de su arrogante boca. Ella no volvió a decir nada, ni cuando le entregó cambio del billete de 500 pesos y mucho menos cuando Sergio se despidió y dio las gracias de manera casi mecánica. Era una actitud asquerosa que desafortunadamente compartían todos en el pueblo.
Deseaba con todo su corazón que su jefe jamás se hubiera enamorado de la aldeana que le hacía el aseo, y era terrible, porque la muchacha no estaba mal, pero no poseía ni la mitad de la belleza y gracia que la legítima esposa del jefe. La patrona.
La patrona era toda una mujer, deseada en secreto por todos. Nadie se había atrevido a decir en voz alta que sí se la daba, pero todos lo pensaban. De hecho algunos vivían enamorados en secreto, pues no sólo era bella, sino también atenta y amable, cosa poco común entre las mujeres del cartel. Alguna vez él mismo había sido víctima de esta seducción inconsciente.
–¡Sergio¡ –Había gritado la patrona al tiempo que intentaba colocar una repisa en una de las habitaciones. Él sólo había pasado por ahí y no había reparado en su presencia.
–¡Patrona! ¿Qué hace ahí trepada? –Detestaba decirle patrona porque sentía que se escuchaba como un ranchero, cuando en realidad era un hombre de ciudad arrastrado a esa empresa de provincianos.
–Sostén la repisa un segundo –Él se apresuró a hacerlo. Ella sacó de su oreja un lápiz bicolor y marcó el lugar donde taladraría para poner las ménsulas. Él se le quedó mirando mientras ella ponía toda su concentración en ello. Miró sus labios separarse para llevarse la punta del lápiz a la boca y mojar el grafito con su lengua. Fue hipnótico. Marcó el lugar en el muro y añadió–. Gracias Sergio, ya puedes bajarla.
–Sí patrona –En ese momento ella le agradeció con una sonrisa. La sonrisa más hermosa que había creído ver en su vida. Realmente le dio un vuelco en el corazón dentro del pecho y sintió su garganta anudarse. Por un momento la deseó con fuerza.
–Ya puedes seguir con lo que estabas haciendo y perdón por la interrupción.
–No patrona, usted no se apure. Es más, mejor déjame terminar de poner la repisa.
–¡Ah no! –Dijo frunciendo el ceño juguetonamente –. Yo me lo he propuesto y ahora lo voy a terminar.
–De verdad, patrona. Con confianza.
–Con confianza te digo –Continuó con ese tono regañón, pero divertido. Casi dulce –, que por favor sigas con lo que estabas haciendo y me dejes terminar esto. Aquí nadie me quiere dejar hacer nada.
–Está bien –Dijo Sergio sonriendo–, luego no diga que no la quise ayudar.
Ella le devolvió la sonrisa, pero esta vez no tuvo el mismo efecto. Sergio podía ser impulsivo cuando la ocasión lo ameritaba, pero tratándose del sexo, sabía que estaba jugando con la clase de fuego que puede acabar con una o más vidas.
Lo había visto en su infancia, cuando su tío Moisés, uno de los hombres más bestiales del barrio había sucumbido ante los encantos de la chica de la cremería, una muchacha pelirroja natural y de piel muy blanca, con la cara llena de pecas y los ojos color miel. El tío Moisés, por su parte era un hombre corpulento y muy moreno, con marcadas facciones indígenas y una sonrisa escalofriante, muy amplia, casi de oreja a oreja y repleta de dientes extrañamente agudos, o tal vez era el efecto que se generaba al tenerlos todos chuecos y amarillentos por la bebida y el cigarro. Sergio los miró pasearse por ahí un par de veces. No se tomaban de la mano, pero cuando creían que nadie los veía, el tío Moisés la tomaba por la cintura y con sus enormes brazos la arrastraba hacia él hasta juntar sus pelvis con mucha fuerza. Ella se resistía, pero lo hacía entre risas. El tío Moisés metía su lengua dentro de la boca de ella y ella parecía disfrutarlo.
Esas cosas las veía Sergio desde la azotea de su edificio, donde al principio rayaba con aerosol groserías sobre los tinacos, pero que paulatinamente se convirtió en su refugio para probar los primeros cigarrillos y las primeras cervezas.
Las cosas con la chica de la cremería se salieron de control el día que el carnicero llegó con los ojos inyectados en sangre, y acorraló al tío Moisés en donde solía juntarse a beber. De su chamarra de pana verde sacó un enorme cuchillo para rebanar filetes y se lo dejó ir al vientre. Está de más decir que el tío Moisés no andaba en buenos pasos y al tiempo que se iba al piso con el carnicero encima, sacó una pistola que acababa de adquirir y, con el cuchillo aun en las tripas, le disparó a quemarropa al carnicero.
De cuatro tiros, sólo acertó uno, que atravesó el abdomen del carnicero y se alojó en su espina dorsal. Si el plan del carnicero era salir corriendo, el tío Moisés se lo había frustrado, porque la bala lo había dejado paralítico. Más tarde se supo que el carnicero, aunque casado y con hijos, andaba tirándose a la chamaca de la cremería, había cometido el error de enamorarse de su amante. Cuando más dispuesto estaba a dejar a su familia para irse con ella se enteró de que el tío Moisés también se la andaba tirando y el resto es historia.
El tío Moisés terminó en uno de los panteones de metro panteones (quién sabe en cuál), el carnicero se fue a la cárcel del norte, preso de la ira y de su nueva silla de ruedas, y la chica de la cremería simplemente desapareció. Con la desaparición de ella aparecieron nuevas historias; que si el carnicero la cortó en pedacitos y la vendió. Que si la apuñaló con el mismo cuchillo con el que había matado al tío Moisés y luego la rodó al canal de aguas negras. Que si las dos anteriores, pero mezcladas en el orden que le parecía más morboso a la gente. La verdad es que se había ido a casa de los tíos en provincia, y lo sabían porque uno de los familiares de la chica se presentó al velorio del tío Moisés y por respeto al muertito se lo reveló a la madre del difunto.
Con todo esto en mente, Sergio prefirió olvidarse de la patrona y seguir gozando de los muchos otros beneficios que le brindaba el cartel.
Irónicamente, el jefe no tenía ninguna experiencia en los menesteres de las amantes, pues de ser así, se habría limitado a fornicar con cualquier mujer lejos de su vida cotidiana y no se habría liado con la criada, ni sexual ni emocionalmente hablando.
Ahora esa relación había llevado al jefe a visitar el pueblo de la chamaca, lugar donde el jefe buscaría el mejor local para empacarse los mejores tacos de carnitas. Lo sorprendió mirar que el restaurante de aquél pueblo olvidado por Dios, tenía cola. Todos querían comer en La fiera que era la mejor taquería de lugar.
Al llegar hizo fila, cosa que lo puso muy mal, porque tenía años que no hacía fila para nada ya que su fama lo precedía, o el lugar le pertenecía, pero la intriga de saber por qué era que todos hacían fila lo hizo ser paciente.
Al entrar se encontró con un lugar de decoraciones toscas, pero a la vez muy cómodas. Los asientos eran sólidos y de cuero, hechos a mano. Las paredes ostentaban algunos cuadros con fotografías de la revolución a blanco y negro. Las luces eran suaves y un dulzón olor a licor y tabaco flotaba por todo el lugar. A ratos los azotaba el aroma de carne asada proveniente de la cocina y esta mezcla de aromas jugueteando en la nariz era algo exquisito.
Cuando llegó la carta, miró que la especialidad no sólo eran los tacos, sino también los cortes, así que se pidió ambas cosas, y de paso ordenó una ensalada para la dama, que antiguamente había sido la chcha. La quería en forma para hacerle el amor.
En cuanto los platillos tocaron la mesa, los devoró. Su paladar no comprendía por qué la carne sabía tan deliciosa, y pensó que llevaba demasiado tiempo comiendo esa asquerosa carne congelada y de dudosa procedencia de la ciudad. Quiso pedir más, pero sabía que no podría meterse ni un bocado más de nada en la boca. Pensó que al día siguiente tendría que regresar a comer ahí. Y lo cumplió.
Por la tarde, después de llevarla a pasear a los invernaderos y caminar un par de horas cerca de la laguna, se regresaron directo a La fiera, pero esta vez había más gente que la noche anterior. De lejos ya se veía la multitud agolpada contra el local, pero cuando se acercaron se dieron cuenta de que no toda pertenecía a la taquería La fiera, sino que a un lado, se encontraba la carnicería que ostentaba el mismo nombre. Carnicería La fiera. Simplemente se quedó mudo.
No podía creer que un negocio tuviera tanto éxito, tanto de día como de noche, pero lo mejor era que el dueño no se había conformado con tener un negocio exitoso, sino que había puesto otro justamente a un lado. Si eras tan perezoso y gordo como el jefe, tu lugar era la taquería, pero si lo que querías era tener la exquisita carne y darle tu propio sazón, sólo tenías que pararte por la tarde a comprar esos exquisitos cortes en la carnicería de al lado.
Lo único en lo que podía pensar era que estaba dejando pasar dinero frente a su nariz. Era tiempo de llamar a Sergio.
III
Para cuando Rogelio cumplió 15 años, ya se estaba yendo de la casa de su padre, que ahora estaba plagada de pequeños medios hermanos que corrían por todos lados gritando y chillando. La nueva mujer de su padre era una escuincla apenas cinco años más grande que él y eso no lo incomodaba, lo que lo hacía era que unas semanas atrás había comenzado a soñar con ella. En sus sueños él estaba en la casa, comiendo carne cruda en la rudimentaria mesa de madera, clavos y alambre. A media comida, se detenía por un lejano pujido. Trataba de distraerse, pero no lo conseguía, así que se levantaba y caminaba hasta la ventana que daba a la pileta colocada a medio patio. En la oscuridad alcanzaba a distinguir a su madrastra. Estaba tallando ropa, y los pujidos venían de las difíciles manchas que no querían abandonar los calzones de manta blanca. De pronto las nubes se abrían para dejar pasar la luz de la luna y la veía desnuda. Con la carne de todo su cuerpo meciéndose adelante y atrás. Algo crecía dentro de su pantalón.
Siempre despertaba minutos antes del amanecer. Se levantaba y a base de agua helada se quitaba la erección que asociaba a una traición. Tomaba sus cosas y se iba al rastro.
Abría podido seguir así, pero la ultima noche despertó con las calzones prácticamente empapados. Decidió que tenía que irse antes de cometer una tontería.
Agarró sus cosas y tomó rumbo al cerro; y no a la ciudad como habría hecho cualquier otro muchacho. La familia se dio cuenta de la ausencia después de casi un mes, y lo notaron porque los dos niños más grandes se estaban peleando por quién dormiría en la cama de Rogelio aquella noche.
–Ninguno de los dos –Dijo la madre–, esa cama es de Rogelio y se me van pal’ petate.
–¡Má! –Dijo uno en tono chillón– Ese ya tiene hartas noche sin llegar.
–¡Ya dije!
Los niños salieron a empujones de la cama y se fueron a dormir al petate. Cuando le dio la noticia a su pareja no le cayó de extraño. Para él, seguramente se había ido con una mujer a hacer su vida. Ya estaba en edad.
Rogelio pasó varias noches en el cerro, comiendo conejo y víbora. Lo único que necesitaba era su machete, pero a las pocas noches, los sueños lo encontraron de nuevo y comenzaron a acosarlo sin piedad. Así que siguió su camino al siguiente cerro, pero pasó lo mismo. A las pocas noches comenzó a soñar de nuevo con su madrastra. Así que siguió al siguiente cerro y al siguiente y a siguiente. Para entonces dejó de prender fogatas porque comenzó a creer que lo encontraban por la luz del fuego y eso prolongó las noches sin sueños eróticos y le dio espacio a los sueños en el rastro, donde se sentía más que cómodo.
Cuando los sueños al fin pararon, ya se encontraba muy lejos de las ciudades y a varios kilómetros de la mayoría de los pueblos.
Una noche en esa ya familiar oscuridad lo despertó un sonido conocido, pero no habitual. Eran pujidos, como los de sus sueños, donde su madrastra lavaba la ropa y mecía su carne desnuda a la luz de la luna, sólo que esta vez no estaban en sus sueños, sino a una distancia considerable.
Se incorporó y comenzó a andar a paso sigiloso al lugar donde creía que venían los sonidos. Calculaba que estaba a mitad del camino cuando se detuvieron. Comenzó a creer que tal vez los sueños eróticos lo habían encontrado despierto y un miedo terrible lo invadió. Se agazapó y miró por largo rato a la oscuridad.
Cuando el sueño ya lo estaba abordando de nuevo, los pujidos se reanudaron. Estaban cerca. Se levantó y ahora, con más sigilo que antes comenzó a avanzar en dirección a ellos.
Tras una pendiente se encontró con una pequeña casa de acampar. Afuera yacían las cenizas de una fogata extinta a penas hace una hora. Dentro, una pequeña lámpara de pilas colgaba del centro de la casa de campaña. Rogelio se acercó con temor de ser descubierto, pero el sonido de los pujidos pudo más que sus deseos de replegarse en la oscuridad. Asomó por una pequeña rendija y su ojo curioso pudo observar a una pareja como no había visto a otra antes.
Los dos eran muy blancos y el vello de su cuerpo, al igual que el de sus cabezas, era dorado. La mujer estaba en cuatro y sobre ella estaba el hombre, penetrándola una y otra vez. Parecía que no querían hacer ruido y el hombre lo estaba consiguiendo; sólo lo delataba su respiración agitada. Ella por el contrario, no podía evitar los pujidos con cada impacto de la pelvis del hombre.
La pupila de Rogelio se comenzó a dilatar en ese hipnótico vaivén de cadera y fluidos. Algo en su pantalón se endureció.
Sin darse cuenta, posó su mano en el machete y no supo cómo fue que todo terminó tan mal para esos dos extranjeros.
IV
Así que ahí estaba. Corroborando con sus propios ojos lo que le había dicho con tanto entusiasmo el jefe, y era mucho más impresionante de lo que había imaginado. Realmente la gente hacía unas filas extraordinarias para cada uno de los locales.
Se imaginó que tendría que proceder como había hecho cuando tomaron la central de abastos. Así que el primer paso fue hacer labor de investigación, por lo que se dedicó a seguir a cada una de las personas que conformaban el personal. No tardó en darse cuenta que el dueño de la carnicería trabajaba junto con todo el personal, aunque le costó un poco de trabajo detectar que era él, pues lo confundía con el encargado principal, pues en la ciudad, no era común ver que el dueño trabajara tantas horas como sus empleados. Este hombre trabajaba más que ellos. Se delató solo una noche, en la que Sergio fue a cenar un corte y el hombre gordo, blanco y siempre rojo de la cara, fue personalmente para preguntarle si todo estaba bien:
–Buenas noches –Se acercó con naturalidad, como si se tratara de un amigo de años. Le pareció interesante que no fuera como la mayoría de las personas del pueblo y sospechó que eso podía ser parte del éxito del lugar, pero cada que probaba la carne, caía en cuenta de que la razón del éxito era ese exquisito sabor–. ¿Cómo está su corte?
–Exquisito –De hecho pensó que “exquisito“ era una palabra que le quedaba corta–.
–Me da gusto, señor –Dijo ensanchando una sonrisa en su redonda cara–. Cualquier cosa que necesite, no dude en llamar a Toby, su servidor y dueño del lugar.
Ahora Sergio fue quien ensanchó la sonrisa, pero ésta no era amable, sino maliciosa.
Los siguientes días investigó a 23 empleados. Memorizó sus nombres y el número de personas cercanas a ellos; Martín García: padre y madre. Él con diabetes y ella reumatismo. José Morales: un hijo y una hija, una esposa y una amante cinco años más chica que él, aun cursando la preparatoria (detalles de sus dobles vidas los ponían realmente nerviosos). Y así podía seguir con cada uno de los 23 empleados, hasta que llegó al chico moreno con marcadas facciones indígenas. Lo más que pudo averiguar fue que se llamaba Rogelio, pero nadie sabía más. Ni dónde vivía, dónde había nacido o cuál era su apellido. Sólo un día se presentó y comenzó a insistir que quería trabajar en la carnicería. Comenzó limpiando pisos y terminó encargándose de recibir proveedores, optimizar costos y destazando animales completos para sacarle todo el provecho a cada pedazo de carne. Básicamente se había convertido en uno de los pilares del negocio, y por eso era que saber más de él era una tarea tan importante.
La primera vez que Sergio siguió a Rogelio, terminó por verlo adentrarse en el cerro. En cuanto lo miró perderse entre los árboles aceleró el paso, pero ya estando dentro no pudo seguirle el rastro, así que Sergio regresó algo frustrado al pueblo. La siguiente vez que lo siguió, parecía darse cuenta de que estaba siendo observado, pues caminaba como escurriéndose entre los pasillos del centro. Rogelio dobló en una esquina 15 pasos antes que él y cuando Sergio asomó a la calle, simplemente ya no estaba. Le pasó lo mismo unas ocho veces, así que mejor lo dejó por la paz.
Al fin y al cabo pensó que dejar una persona sin investigar, no haría la diferencia. ¡Qué caro le iba a costar!
El día llegó. Se presentó en la carnicería poco antes del cierre, cuando ya sólo quedaban una o dos personas. Cuando bajaban las cortinas y dejaban salir a la ultima persona por la pequeña puerta de metal sobresaliente en una de las cortinas.
–Buenas noches –Lo recibió Francisco: padre de un niño con una mujer de la que ya se había separado y novio de una trigueña muy guapa–, ¿qué le voy a dar?
–Quiero… –Comenzó haciendo un poco de tiempo para que atendieran a las ultimas personas y terminaran de bajar las metálicas cortinas–. Quiero dos cosas.
–Sí dígame.
–La primera es hablar con Toby, porque vengo a tomarle la palabra con algo que se me ha ofrecido –Dijo al tiempo que recordaba la noche que lo atendió–. Y la segunda es… Hay un corte de carne exquisito que sirven aquí al lado. Lo acompañan con puré de papas, chiles toreados y cebollitas. Es grueso y de un sabor muy concentrado.
–Sí creo que ya sé cuál.
–Pues en lo que le llaman a Toby podría despacharme dos de esos deliciosos cortes.
–Claro que sí, señor.
El joven mandó llamar a Toby y procedió a cortar la carne. Ya con las metálicas cortinas abajo, las últimas dos personas que estaban siendo atendidas salieron del lugar por la pequeña puerta de metal. Esto lo alegró bastante.
La carne estaba lista, así que Sergio procedió a pagarla. Le avisaron que Toby estaba atrás en el almacén y que si no tenia inconveniente, Toby lo atendería allá atrás.
Cuando llegó, miró al regordete hombre detrás de un pequeño escritorio improvisado, donde parecía estar checando notas de proveedores. Se veía feliz, como si estuviera reduciendo costos.
–¡Hola! –Dijo Toby al tiempo que trataba de reconocerlo, pero evidentemente no lo estaba consiguiendo–.
–Hola Toby. ¿Cómo estás? –Dijo Sergio extendiendo la mano–. Vengo a tomarte la palabra.
–Disculpa, pero no te recuerdo.
–El otro día vine a cenar y me dijiste que cualquier otra cosa que se me ofreciera, no dudara en llamar a Toby.
–Bueno… –Meditó un poco y agregó–. ¿Qué se te ofrece?
–Quiero 20’000 pesos por semana –Toby no pudo evitar que una sonrisa se le dibujara en el rostro–.
–Yo quiero…
–Déjese de estupideces, porque yo estoy hablando en serio.
Las personas que estaban cerca se detuvieron en seco al escuchar el violento tono de voz de Sergio. Se quedaron congelados, sin saber qué hacer.
–Permítame demostrarle que estoy hablando en serio, señor Tobías Rojas Quezada: padre de Antonio Rojas Hernández y Marely Rojas Hernandez, esposo de Teresa Hernández Jiménez y amante ocasional de Gerardo Alberto Garza Espinoza. En este momento puede llamarle a su mujer y preguntarle por qué sus hijos están en casa de de la “comadre Toña” y no haciendo la tarea –Y era cierto, no porque los tuviera vigilados en ese momento, sino porque los humanos somos seres de hábitos–.
Toby pasó de tener ese color rojo tomatoso en la cara a un blanco muy pálido. No supo qué hacer.
–Insisto –Agregó Sergio levantando la bocina de aquél pequeño teléfono sucio con manchas de sangre seca por todos lados –. Llámalas.
Toby recibió el teléfono y marcó a casa de su esposa.
–Cuando le conteste no pregunte dónde están los niños y limítese a preguntar por qué están con la comadre y no en casa haciendo tarea.
Toby lo hizo y cuando la esposa corroboró la información, colgó el teléfono sin agregar nada más.
–¿Qué quiere?
–Me da gusto que nos estemos entendiendo. 20’000 a la semana.
A la derecha de Toby, por el pasillo, aparecieron tres empleados. Parecía que habían escuchado todo y no estaban dispuestos a dejar que Sergio se saliera con la suya, y los cuchillos de carnicero lo corroboraban.
–¡Lárguese de aquí!
–Clemente, Calletano y Sofonías: dos hermanos y un cuñado. Dos huérfanos y un hijo de padre alcohólico y madre con artritis.
Fue como si les hubiera asestado un golpe directo en la boca del estómago. Los tres se quedaron congelados.
–No se molesten, que si yo no salgo de La fiera antes de las 10, mis hombres van a hacer lo que tengan que hacer con cada una de las familias de las ocho personas que actualmente están trabajando aquí.
Todos se quedaron mudos.
–Toby, el viernes de la siguiente semana voy a pasar por el dinero. Así que tienes ocho días para…
Uno de los chicos salió corriendo contra él, con el cuchillo en alto. Sergio sacó una de sus armas y disparó más rápido de lo que todos habían esperado. Prácticamente era un profesional. El disparo dio en el pecho de Calletano y éste se fue de nalgas y quedó boca arriba sobre el piso que poco a poco se comenzó a llenar de sangre.
Los hermanos se miraron atónitos.
–Ya dejaron a su hermanita viuda –Dijo Sergio disimulando bastante bien su nerviosismo, pues realmente no se esperaba que alguien lo intentara apuñalar en ese primer acercamiento–. Toby, no me obligues a…
Sergio sintió un nudo en la garganta y no pudo terminar la frase. Las palabras ya no subieron hasta sus labios y lo siguiente que vio fue la habitación dando vueltas. Luego, las imágenes se perdieron en un pequeño túnel de oscuro. El cuerpo decapitado que había caído de rodillas frente a él le pareció tan familiar, pero la sangre y el oxígeno ya no llegaron para hacer la conjetura final.
V
Ahora sí, todos estaban en shock. Nadie podía pensar con claridad excepto Rogelio, que había salido de la pesada puerta metálica de la cámara fría colocada justo detrás de Sergio. El movimiento fue tan rápido como el disparo del pistolero.
Con el cuchillo más largo y afilado lo había decapitado de un solo golpe. Seco y limpio.
–Llévenlo con don Hipólito y que la policía no se entere. Está vivo, pero se está ahogando.
Por un momento nadie supo a qué se refería Rogelio, pero luego reaccionó Clemente. Así que se dio prisa para levantar a su cuñado y llevárselo a toda prisa a don Hipólito, el reconocido veterinario de caballos.
Rogelio caminó a toda prisa para el escritorio de Toby y del cajón de la derecha sacó un fajo de billetes. Se lo arrojó a Sofonías y les dijo que le pagaran por curarlo y por su silencio.
Toby seguía en shock. Para él todo había pasado demasiado rápido y no se podía sacar de la cabeza que alguien supiera de su aventura homosexual.
Cuando los hermanos se fueron. Toby comenzó a reaccionar.
–Lo voy a perder todo. Hay una persona muerta en mi carnicería. Nadie volverá a comer aquí. La gente va a pensar que…
–Nadie se va a enterar, porque vamos a desaparecer el cuerpo.
–¡¿Cómo verga vamos a desaparecer un cuerpo?!
–Esto es una carnicería.
Toby sintió que la cabeza se despresurizaba.
Lo que Toby no sabía era que Rogelio había estado matando turistas en el bosque más allá del cerro y los había estado integrando al inventario desde hacía más de un año. Generalmente eran jóvenes que deseaban vivir la experiencia de comer hongos alucinógenos y tener mucho sexo en sus pequeñas casas de campaña.
Ese era el verdadero secreto del éxito de La fiera se debía a ese exquisito sabor a carne humana.
Las siguientes semanas siguieron llegando los hombres del jefe. A veces solos y a veces en pares. Ahora todos en la carnicería tenían la guardia arriba y no los volvieron a tomar por sorpresa. Rogelio tardó bastante en volver a traer carne de turista a La fiera y durante meses vivieron de la carne de mafioso. Así que durante casi un año Rogelio dejó de matar por necesidad y se limitó a hacerlo por placer. Con una erección en el pantalón, como en los viejos tiempos.
Por: Kris Durden
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