Siempre tuve la cualidad de identificar a las personas con las que tendría grandes experiencias, desde una amistad de por vida hasta una relación de pareja seria y eso que sentí cuando la vi, rebasaba todo lo que había sentido antes; era la sensación de estar seguro de conocer a esa persona, de saber qué es lo que iba a pasar entre nosotros, pero con la incertidumbre de no saber de qué forma.
Fijé mi vista en ella y todo pareció lento. Era hermosa… simplemente todo lo que había estado buscando en una mujer. Tenía ojos grandes y expresivos, una delicada piel blanca, cabello largo, negro y natural, al caminar se contoneaba de una manera que me hipnotizaba y tenía un cuerpo que me provocaba un deseo casi incontenible de sentirla cerca de mí. Desde el momento en que la vi, algo en mí vibró, de inmediato supe que algo sorprendente pasaría entre nosotros dos.
No tuve el valor para decirle siquiera un seco “hola”, pero si ella me vibraba de esa forma, sólo era cuestión de tiempo para que pasara lo inevitable. Para mí ya era un hecho.
Toda la noche intenté llamar su atención, pero tuve poco éxito, o eso creía yo. Pasaba el tiempo y no encontraba la forma de acercármele cuando de pronto sin saber cómo ni de qué manera ya le estaba sonriendo y acercándome para charlar, me atreví a dejar de ser yo por un momento y casi en automático logré intercambiar algunas palabras. Después de charlar seca y torpemente, le pedí que saliéramos, fue una de esas cosas que uno termina de decir y ya se está arrepintiendo, pero ella me miró con una sonrisa muy cálida, como se mira a un niño que ingenuamente pide algo que no está a su alcance y aceptó.
Salimos caminado de entre los mariachis y la plática torpe continuó sin importar lo mucho que me esforcé en no decir una estupidez. Resultó peor, esa noche me iba a lucir.
Decidimos caminar por el eje central y el frio de la madrugada nos tomó por sorpresa, justo estábamos bajo la torre latinoamericana cuando ella sugirió comprar una bebida caliente, nos decidimos por un vaso grande de chocolate y que desconocía que contenía cafeína; debo mencionar que no bebía alcohol por convicción, no fumaba por sentido común, no veía la TV por miedo a no hacer nada de mi vida y no bebía café por ser… amargo y negro (y no es que sea clasista, pero su color me recuerda a las aguas negras de Ecatepec).
A los pocos minutos de terminar de beber el chocolate me había vuelto hiperactivo, se había acelerado mi metabolismo y mis ganas de orinar aparecieron como se aparecería Pennywise en las regaderas de la escuela de la película “IT”, de una manera inesperada y aterradora… Traumática.
Busqué con la vista un baño y al no encontrarlo le pedí que corriéramos hacía uno, pero el más cercano estaba en la plaza de Garibaldi, a un kilómetro y medio.
No íbamos ni en bellas artes cuando le pedí se adelantara y con prisa me dispuse a orinar en la vía pública. Lo conseguí, pero en el intento oriné mi mano y mis pantalones, ella me vio salir de las sombras, sonrojado, y en un acto de comprensión me contó una historia en la que ella había hecho algo similar, pero evidentemente no se comparaba.
Quedamos de vernos en un lugar para beber un poco, cosa que no había hecho desde hacía años, esto nos llevó a fundirnos en caricias y besos.
Le pregunté por los tatuajes y algo salió muy mal, no supe qué, pero se retiró a toda prisa. No nos volvimos a ver sino hasta el siguiente año.
Las salidas se hicieron más frecuentes, hasta el punto en que en alguna ocasión miramos las estrellas claras y nítidas durante un día despejado. Otro vez, fuimos al monumento a la revolución y miramos el amanecer más hermoso que jamás había visto; de frente, a través del arco, nacía en el horizonte un sol cálido y tibio, con un resplandor que pocas veces se puede apreciar en la contaminada ciudad y justo sobre nosotros, permanecía estática y serena una luna, un ojo plateado que nos había espiado toda la noche.
A pesar de todo, yo no era un tipo fácil de convencer y no me iba a rendir.
Eso habría desanimado a cualquiera, pero ahora yo no era tan egoísta como en el pasado y conocía las formas de amor, ser amigos era suficiente para mí, el poder estar cerca de ella ya me hacía mucho bien y no podía darme el lujo de perderla solo por un capricho. Así que la amistad era otra forma de… ¿amarla? Sí, amarla.
Cada viernes santo que recordaba había sido tortuoso. No podía pensar en uno solo, en el que no me pasara algo malo y esta vez no iba a ser la excepción.
Esa noche cenamos y decidimos caminar un poco, algo me estaba advirtiendo que no siguiéramos, que cada quién tomara su camino, pero el placer que me causaba estar con ella me hizo ignorar las advertencias. Estábamos caminado por la alameda de la ciudad cuando algo me trajo a la mente el único sueño que había tenido con ella.
En el sueño estaba lloviendo y ella estaba junto a mí, tranquila y despreocupada, como ella solía ser. Tomaba mi mano y me quitaba de la lluvia, nos refugiábamos bajo una cornisa de una antigua estructura abandonada. Parecía tener abandonada más de 70 años y me recordaba las tardes que pasé jugando en un kiosco viejo de Coyoacán; al igual que ese kiosco, la humedad había pintado un verde intenso en muchas de las piedras de la estructura, había vida en cada hueco, en cada centímetro, el lugar respiraba como si estuviera vivo. Cuando más a gusto me sentía y creía que todo iba a estar bien, algo pasó. De entre la lluvia apareció una silueta. Un hombre. Vi que era joven y apuesto, muy parecido a algunas de las detalladas figuras que Miguel Ángel Buonarroti esculpió en mármol. Caminaba con seguridad, pero había algo raro, parecía que no lo tocaba la lluvia, como si ni siquiera tocara el suelo al caminar. Miraba con atención y tranquilidad hacia donde estábamos nosotros… más bien hacia donde estaba ella. Al estar lo suficientemente cerca, una sonrisa amable pero no tranquilizadora se dibujó en su rostro, y cuando al fin la tenía de frente, le extendió la mano y ella sin remordimiento se alejó con él.
Él no me miró en ningún momento, parecía que me había ignorado, como si me estuviera diciendo que no representaba una amenaza. Yo me quedé parado viendo cómo se alejaban y al tiempo que se perdían y escampaba di media vuelta y comencé a caminar hacia el lado contrario.
Decidimos reanudar la marcha y al tiempo que caminábamos ella me tomó del brazo y comenzó a hablar de una manera sutilmente agitada, me pareció que decía cosas muy elocuentes y al mismo tiempo disparatadas.
Comenzó por hablar de mi pasado, de cómo había sido mi vida y que cosas me habían marcado y forjado mi personalidad y carácter, pensé por un segundo en un programa de tv llamado el mentalista. Habló un poco del presente y del mundo de personas que pasaban en rededor a mí, un mundo que no podía ver por estar tan inmerso es mí mismo. Por último me habló del futuro, de cuáles eran mis próximos logros, de qué podría llegar a cambiar, de cuántas personas algún día iba a ayudar, de eso me dijo tantas cosas, me dio tantos detalles. Guardó silencio por un momento como si pensara mejor lo que estaba a punto de decir.
Reanudó la charla y comenzó a contarme cómo yo había cambiado su vida, de cómo estaba influyendo en su manera de vivir, de salir de un camino en el cuál ella se sentía atrapada, al fin se estaba abriendo, cuando de pronto perdió un poco el color, abrió grandes los ojos y habló como si se fuera el poco aire que le quedara en los pulmones. Tenía la vista fija al frente y yo no pude evitar mirar hacia donde ella miraba; una silueta, una figura que desentonaba con el ajetreado tumulto que caminaba a toda prisa rumbo a la torre latinoamericana y de regreso. Era él. La misma silueta. El mismo sujeto que había visto en mis sueños. Cada movimiento, cada cabello, cada detalle. Lo podía recordar perfectamente, sólo que ésta vez no nos miraba con serenidad, nos miraba con odio.
Comencé a sentir incomodidad, pero sonreí seguro de mí mismo y le estiré la mano para saludarlo, por un segundo miró mi mano y su expresión fue de ira y al siguiente momento tenía una sonrisa tranquila; cuando nuestras manos se tocaron sentí algo de dolor, un dolor que provenía del mundo entero, y al estar todo eso dentro de mí, se convirtió en angustia. Al soltar mi mano todo regresó a la normalidad. Antes de que el dijera una sola palabra, Yaz soltó mi brazo suavemente y me miró, me dijo que le diera 5 minutos y entonces me aparté.
Me senté un momento mirando la imponente torre latinoamericana y comencé a pensar en cómo es que pudiera haber soñado con tanto detalle a una persona que jamás había visto y qué había sido ese sentimiento al estrechar su mano.
No pasaron los 5 minutos cuando se acercaron a mí. Ella se despidió de una manera muy triste. Yo de alguna forma sabía que era un adiós. La abrace con fuerza, como si no estuviera él, como si no existiera el mundo.
Al fin nos separamos y al alejarse lo miré él y sólo recibí indiferencia de su parte. Él extendió la mano para despedirse y ésta vez no sentí nada.
Al igual que en mi sueño, comenzaron a caminar en la dirección contraria a donde yo pretendía caminar, di media vuela y no miré atrás. Me perdí entre la gente, igual que ellos. No la volví a ver.
Es una lástima que nunca me haya hablado del amor, pues después de ella no he podido encontrar a alguien con quien sienta que puedo compartir una vida en pareja. También es una lástima que me haya contado cómo iba a terminar todo, cómo iba a morir. Es una lástima que me haya dado tantos detalles de ese evento, pues ahora miro el reloj y cuento las horas hacia atrás escribiendo lo más rápido que puedo antes de apretar mi pecho con violencia y caer sin vida, con el corazón vació y roto.
Por: Kris Durden
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