Kris DurdenEra uno de los chicos más delgados y blancos que había conocido, pero la característica por la que muchos lo conocían era otra. Las enormes orejas que se asomaban a cada lado de su enorme cabeza le habían valido el apodo del que difícilmente se pudo desprender, y es curioso, porque esa historia está relacionada con una de las lecciones más importantes que aprendí y que más sueños me ha llevado a cumplir.

El Orejas era un niño introvertido en presencia de su madre, pero en cuanto se encontraba fuera del alcance de la mirada matona que ella le dirigía cada que se comenzaba a picar la nariz o a manosear los pequeños adornos de porcelana de las casa ajenas, se transformaba en un genio de las bromas pesadas. Desde recostar el pequeño poodle blanco de la señora Elena y girarlo en el piso como si tratara de crear un tornado en un balde de agua para después mirarlo levantarse mareado y tratar de huir chocando con todos los muebles de la sala, hasta burlarse del sobrepeso de las mamás de sus amigos con divertidos y muy creativos dibujos, que eventualmente se convertían en comics completos. Su creatividad no tenía límites.

Cuando entró a la escuela secundaria el tema de las calificaciones comenzó a tornarse raro, pues su boleta era un extraño contraste de seises y dieces que ningún profesor sabía explicar. Unos decían que era un chico que resentía mucho la ausencia de su padre y otros que simplemente era holgazán. Alguna vez, uno se aventuró a decir que era un niño genio que sólo jugaba con sus adultas e inflexibles mentes y que si no encontraban pronto algo que le apasionara, la historia terminaría muy mal, y como si se tratase de la voz de un profeta, el siguiente ciclo escolar las cosas se pusieron mal no sólo en su boleta, en donde los dieces dejaron de aparece y los seises se hicieron plaga, sino que también comenzó a saltarse clases y a juntarse con los chicos peor afamados de la escuela.

Cuando las cosas peor estaban, e incluso su mamá creía que su hijo ya no tenía remedio y que terminaría siendo un don nadie, la situación paró. Resultó que el Orejas descubrió a un grupo de chicos que tocaban la guitarra y escuchó en esos guitarrazos metaleros, una oportunidad para tranquilizar los nervios y sus calificaciones regresaron a ese caótico vaivén de dieces y seises, pero no duró mucho, pues resultó que en el tiempo en el que él sacaba una canción de Metallica, los otros chicos lograban dominar 3, he incluso habíamos otros que podíamos tocar hasta 6 canciones perfectamente ejecutadas y esto lo desanimó. El Orejas volvió a apartarse y comenzó a fumar detrás de los salones, a beber cerveza después de clases y a juntarse cada día más con los bicitaxistas que hacían base en el tianguis cerca de la secundaria y se la pasaban jugando cartas o dominó siempre acompañados de cerveza o mezcal y fue con ellos que se enseñó a tomar refresco de uva de diez pesos mezclado con mezcal de veinte pesos.

Tiempo después, en ese mismo grupo conoció a el Coyote, un hombre maduro, alto, ejercitado y muy colmilludo, que se la pasaba regañando a los chicos para que dejaran la vagancia y se pusieran a trabajar duro, porque un día, si Dios quería, serían tan viejos como él y sabrían que cuando tuvieron la fuerza para hacer mucho dinero la desperdiciaron, pero a pesar de sus intentos los bicitaxistas, caguama en mano, hacían caso omiso y preferían reanudar el juego.

Una tarde, llegó con una guitarra y comenzó a tocar algunas canciones de trova que sabía y resultó un sonido hipnótico para el Orejas, al grado que dejó en el piso la caguama que minutos antes había defendido hasta a empujones, y la contempló siendo ejecutada con una maestría suprema por esas callosas y gruesas manos.

–Enséñame a hacer eso –Dijo el Orejas casi en estado delirante.

–Necesitarás mucha práctica.
–No importa, quiero aprender.

Durante un año estuvo yendo al tianguis con los bicitaxistas para poder aprender todo lo que tenía que aprender con la trova y cuando por fin el Coyote no tuvo nada más que enseñarle el Orejas decidió que lo haría por su cuenta.

Se pasaba noches enteras sin dormir, tocando y perfeccionando cada una de las melodías que conocía. Se convirtió en su propio maestro y resultó ser el maestro más exigente que jamás había tenido. La voracidad con la que practicó durante años lo llevó a ser uno de los más reconocidos guitarristas que jamás hubiera visto la ciudad, he incluso la región. Pasó de Silvio Rodríguez a Jimmi Hendrix sin saltarse a Johann Sebastian Bach.

Con el tiempo comencé a escuchar de una promesa de la guitarra que caminaba en el barrio de nombre Emanuel. Ahora todos mis amigos hablaban de Emanuel, el chico que tocaba la guitarra con la misma tenacidad con la que seguramente había tocado el violín el mismo Paganini.

Cuando al fin lo conocí lo reconocí. Yo, quien había ignorado al chico que tocaba lento y mal, y lo había orillado a refugiarse detrás de los salones con sus vicios, me di cuenta de que me había dormido en mis laureles. No podía tocar ni la mitad de bien que lo hacía aquel muchacho delgado, blanco y orejón que hoy ya no se conocía más como le Orejas, sino como Emanuel, la promesa de la guitarra.

 

Cada que necesito salir adelante con algún proyecto o cada que trato de alcanzar uno de mis sueños recuerdo mi experiencia con el muchacho orejón (con el que después entablé una gran amistad), y me grabo esa idea en la cabeza. Ahí afuera hay alguien intentando conseguir lo mismo que yo, y tal vez sea más inteligente, más tenaz, más elocuente y más guapo (eso lo dudo (jajaja, es broma)). No dejo de esforzarme pensando en que hay más chicos como Emanuel, más jóvenes con más energía y me están pisando los talones en busca de vivir uno de mis sueños.

 

Siempre que flojees en tus cosas habrá otro en algún lado haciéndolo mucho mejor que tú. Alguien no sabes donde, es más listo que tu, y trabaja duro por esforzarse cada vez más…. Arnold Schwarzenegger