Kris DurdenCon la llegada de las vacaciones también llegó mi hija. Cenamos, nos pusimos la pijama, nos lavamos los dientes juntos y nos fuimos a la cama con la intención de dormir, pero ya sospechaba que no sería tan fácil. Mi hija me pidió que dejara encendida la lámpara de lava, que iluminaba con una luz suficientemente tenue como para que el sueño no se nos espantara. Arropé a mi hija y luego me acomodé junto a ella. Cerré los ojos y esperé a que se animara a decirlo.

–Papá –Dijo casi susurrando y una sonrisa se me dibujó en el rostro–, ¿estás despierto?

–Sí mi amor, ¿qué pasa?
–¿Me cuentas un cuento?

Estaba esperado ese momento:

–Esta es la historia de un perro de raza gran danés…

–¡No papá!
–¿Qué pasa? –Pregunté meditando en cómo había fallado mi cuento tan sólo en las primeras 10 palabras.
–Todos los cuentos –Dijo con su hermosa vocecita–, comienzan con «Había una vez…»
Solté una carcajada que apuré en ahogar.

–Tienes mucha razón… Había una vez un perro de la raza gran danés. Este tipo de perros pueden ser tan grandes como una persona adulta e incluso tan grandes como un sillón. ¿Te imaginas un perro de ese tamaño? Este perro se llamaba Dante y vivía con una jovencita llamada Yaz en un apartamento de la ciudad. Yaz se dedicaba a estudiar, así que en las mañanas se iba a la escuela y por las tardes llegaba con su enorme amigo Dante para sacarlo a pasear. Este siempre la recibía moviéndole la cola y saltando de un lado a otro, pero era tan grande que cuando movía la cola de felicidad tiraba muchas cosas de los muebles y cuando saltaba de un lado a otro, los vecinos del departamento de abajo podían sentir la habitación vibrar, así que Yaz lo calmaba pronto con carisias y abrazos.

Cuando Yaz y Dante salían a la calle, todos se acercaban a mirar y temerosos preguntaban si mordía, pero Dante no tenía tiempo para que Yaz contestara preguntas pues con su agudo olfato siempre iba en busca de algún bocado que a algún despistado se le pudiera haber caído. Muchos querían fotos con Dante, pero Dante era un perro caprichoso y no siempre quería, así que muchas veces salía corriendo fingiendo buscar un bocadillo.

Cuando estaban en la casa Dante se recostaba en la cama y con su gran tamaño no dejaba espacio para que Yaz lo acompañara en su siesta, así que Yaz aprovechaba ese tiempo para hacer su tarea.
Cuando Yaz se sentaba a la mesa para disfrutar de sus alimentos, Dante se le acercaba buscando que le regalara un pedacito de pan, pero lo que para Dante era un pedacito, para Yaz era un pan entero y en una sentada Dante se comía tres o cuatro conchas y un litro de leche, mientras que Yaz a penas terminaba una conchita y un vaso de leche.

Dante gozaba de muchas ventajas por su gran tamaño y una de esas era que cuando no quería bañarse, no había fuerza humana que lo hiciera tomar un baño. Una vez intentaron cargarlo cuatro personas y Dante se negó, y no se levantó de su lugar hasta que todos se rindieron y no hubo nada que hacer para poder bañarlo y se quedó mugroso todo un mes.

Un día, Yaz regresó de la escuela y de su mochila sacó una hermosa caja de madera que había comprado en una tienda de antigüedades. Dante la miró con curiosidad pensando si eso tenía comida adentro y se acercó a curiosear. Yaz se sentó en el sofá y abrió la caja para mostrarle a Dante lo que tenía en su interior. Era una pequeña botellita con brillante líquido azul. Dante acercó su enorme nariz y con su agudo olfato se percató de un aroma que Yaz no podía percibir, ¡hamburguesas! El frasquito con líquido azul olía a deliciosas hamburguesas. Intentó pegarle una mordida al frasquito, pero Yaz lo quitó rápidamente de su vista y terminó por cerrar la caja. Se apuró a subirla al lugar más alto de la casa, donde Dante no pudiera alcanzarla.
–¡No debes de acercarte a esta caja! –Dijo en tono regañón, pero cariñoso–. Porque el frasquito que contiene es mágico.

Dante la miró y luego se fue a dormir, pero siempre pendiente del lugar donde Yaz había guardado la caja que para él tenía comida.

A la mañana siguiente, cuando Yaz se había ido a la escuela, Dante decidió que el cereal con leche que había desayunado en la mañana no era suficiente, así que se encaminó a la habitación, se estiró lo más que pudo y con sus patas bien alargadas alcanzó la hermosa caja que tenía prohibido agarrar. La abrió sin ningún cuidado y luego se tomó el líquido azul que a él le olía tan delicioso. Increíblemente se sintió satisfecho con tan poquito líquido y comenzó a sentir el sueño que se siente después de comer bastante. Se retiró a la cama y se recostó a dormir.

Se despertó cuando escuchó la llaves de Yaz al entrar a la casa pero algo andaba muy raro. La cama ahora era tan grande como una casa y tan alta como un edificio. No supo cómo iba a bajar así que se quedó ahí parado, esperando a que Yaz entrara.

Cuando llegó a la habitación la miró preocupada y sabía que era porque no había podido ir a recibirla. Yaz se encontró con la caja en el piso y junto a ella el pequeño frasco vacío. Se sentó preocupada en la cama y estuvo a punto de aplastar a Dante, pero este se movió rápidamente y comenzó a ladrarle, pero sus ladridos eran tan pequeños que Yaz ni siquiera lo escuchó. Dante sabía que si no se hacía notar en ese momento difícilmente lo vería Yaz, así que se acercó y le mordió una pompi.
–¡Ah! –Se levantó de la cama sobándose la pompi– ¿Qué fue eso? –Y entonces lo vio.

¡Ahí estaba Dante!, tan diminuto como un caramelo. Yaz se quedó impactada.

Lo tomó en sus manos y lo sostuvo frente a su rostro mientras Dante ladraba con todas sus fuerzas y Yaz a penas lo escuchaba. Lo miró por primera vez mover la cola sin tirar nada de los muebles y una enorme sonrisa se le dibujó en el rostro.

–¡Gracias al cielo te he encontrado! ¿Pero ahora qué haré para que regreses a tu tamaño original?

Miró la caja abierta y maltratada y se percató de que dentro se asomaba un papelito. Depositó a dante en la cama y leyó el papel.

«Aquél que tome la pócima para cambiar su tamaño, sólo tiene que tomar leche para revertir el efecto»

La sonrisa de Yaz se hizo muy grande y se dispuso a comprobar si realmente la leche regresaría a su perro a su tamaño original, pero cuando ya iba camino al refrigerador se percató de que si lo mantenía pequeño más tiempo podría sacarle un poco de ventaja a la situación. Así que primero lo vistió con ropita de perros de juguete, cosa que jamás había podido hacer ya que Dante era tan grande que ningún tipo de ropa le quedaba. Dante se resistió al principio, pero luego vio que en realidad ya no se podía defender como antes, así que al final se rindió y muy malhumorado se dejó vestir. Luego lo alimentó y por primera vez lo vio quedar satisfecho con una morona de concha. ¡Su perro nunca había comido tan poquito! Más tarde, decidió que al fin era tiempo de bañarlo y le preparó una tacita de agua tibia, tomó un cepillo de dientes viejo y lo colocó en un recipiente para que no pudiera salir huyendo. Dante se dio cuenta demasiado tarde y aunque intentó liberarse no pudo hacer nada. Corrió a un lado y al otro del recipiente tratando de salir, pero no lo consiguió. Al final Yaz pudo darle un baño tan meticuloso como jamás había podido dárselo. En la noche, antes de dormir, le sirvió con un gotero una gotita de leche y Dante se le tomó feliz. Creyó que lo miraría crecer frente a sus ojos, pero no pasó nada. Le dio otra gotita de leche y luego otra, pero nada pasó. Yaz se preocupó muchísimo y pensó que Dante jamás regresaría a su forma original, pero ya era tarde y no sabía a quién pedirle ayuda. Decidió que dormirían esa noche y a la mañana siguiente buscarían la ayuda de un mago que vivía fuera de la ciudad. Lo acostó en una canastita muy cerca de su almohada y no tardaron en dormirse los dos.
A la mañana Yaz despertó y decidió que era tiempo de poner manos a la obra; iría a ver al brujo del bosque, pero cuando miró en el canastito donde había dormido Dante, éste ya no estaba. Pensó que tal vez se había encogido hasta desaparecer y se soltó a llorar, pero de pronto unos enormes pasos se escucharon en el pasillo y lo que vio fue a Dante entrar en la habitación, tan grande como un sillón y moviendo la cola. Llevaba la boca llena de pan y Yaz recordó que había olvidado el pan sobre la mesa. Dante se había despertado antes que Yaz y decidió desayunar sin ella.
Desde ese día, Dante aprendió la lección y jamás volvió a agarrar algo que estuviera prohibido agarrar.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

 

Miré a mi lado y vi que mi hija se había quedado profundamente dormida. Tenía una sonrisa en la cara y pensé que yo jamás había tenido un momento así con mi papá.

Crear recuerdos es un trabajo hermoso y más si puedes hacerlo con tus hijos. Noches como esas se repitieron a lo largo del tiempo que mi hija estuvo conmigo. Al final he pensado que ella no quiere dinero de mí, sino amor y más momentos así.