Kris DurdenNo miraba rostros, sino zapatos. Eran de todas las formas, colores y tamaños, pero en general los podía clasificar en tres: Los había negros, rotos y sin lustrar, comúnmente llenos de tierra o lodo seco, esos nunca dejaban dinero. Los había café, azul marino o vino, todos de cuero, siempre brillantes y bien lustrados, con pequeños accesorios como hebillitas doradas o borlas, y muchas veces calzados sin calcetines; estos tampoco dejaban dinero. Y estaban los viejos y anticuados, pero bien cuidados, en los que se podía notar la piel vieja, pero bien conservada que descansaba sobre una nueva suela sintética, sinónimo de que había dinero, pero sólo para lo indispensable. Estos eran los que frecuentemente dejaban aunque fuera sólo una moneda.

La vida era muy llevadera de esta forma. No había día que no recibiera una moneda, ni día en el que se quedara sin desayunar, comer y cenar.

Por la mañana veía venir al sujeto que nunca usaba calcetines y que tenía 4 pares de zapatos diferentes. Este siempre arrojaba al aire algún comentario despectivo como “¿Qué tan difícil puede ser encontrar un empleo?” o “Date un baño y consigue un trabajo” y el hombre pensaba de la mano estirada pensaba sin alzar la vista «No tienes ni idea de todas las veces que lo he intentado… Además ¿qué crees que estoy haciendo? ¡Éste es mi trabajo!” En parte era cierto, había intentado que lo emplearan cinco años atrás, cuando había perdido su puesto como portero de un edificio, pero la verdad es que a los tres meses de no encontrar nada descubrió en una borrachera que si estiraba la mano a veces las monedas llegaban solas. Ese recurso para seguir su fiesta lentamente se convirtió en un estilo de vida.

A los 30 minutos pasaba el sujeto con las botas de obrero que por las mañanas siempre las llevaba bien limpias, pero que por las tardes ya las traía llenas de polvo de yeso. Podía dejarle una torta casera en las mañanas o un refresco de cola por las tardes. No le dejaba dinero, pero sí alimentos y lo agradecía, pero prefería el dinero. Sabía que sólo estaría por ahí unas semanas, pues en el año y medio que llevaba frecuentando esa y muchas otras esquinas de la zona ya había ubicado perfectamente quiénes trabajaban por ahí y este hombre seguramente sólo estaba terminando las remodelaciones de uno de los nuevos edificios. Por aquella época había muchos como él.

Por la tarde salían los niños de la escuela y la calle se llenaba de gritos, risas y empujones, pero también de mamás preocupadas de que sus hijos no se le acercaran mucho, y el hombre de la mano estirada pensaba: «Vieja exagerada… No vaya a ser que le pegue algo», pero las mamás no sólo temían a las enfermedades o al mal olor, sino a que sus hijos concibieran ese estilo de vida como una posibilidad para ellos.

En las noches rondaba los puestos de donas y churros para esperar que alguien se apiadara y le comprara uno, a pesar de que una de sus bolsas plagada de monedas ya pesaba lo suficiente como para bajarle el pantalón. Generalmente era el mismo sujeto de las donas que al retirarse a casa le ofrecía una de las pocas que no se habían vendido. Así eran los días para él.

Un día, entre el desfile de zapatos y monedas pasó algo nuevo. El billete que ahora se depositaba en su mal oliente mano no provenía de ningún tipo de calzado que él conociera, de hecho no había piernas, sino un juego de ruedas muy gastadas. Dos pequeñas rueditas como de carrito de súper al frente y otras dos más grandes, como de bicicleta, en la parte de atrás. Levantó el rostro como pocas veces hacía en el día y descubrió la mitad de una persona mirándolo con una enorme sonrisa en la cara. No supo si sonreía por cortesía o se estaba burlando de él, pero al ver que el billete era de 500 pesos se olvidó de ello.

–Compre ropa limpia y dese un baño –Dijo amablemente, pero el sujeto de la mano estirada cambió su semblante.

–Usted –Dijo ofendido–. No me va a decir qué hacer con mi dinero.

El sujeto de la silla de ruedas se sorprendió por la respuesta y luego su sonrisa se ensanchó aún más.

–Por favor, disculpe la forma en la que le he hablado. Permítame explicarle –Meditó un momento en sus palabras y continuó–. Me gustaría que con el dinero que le ofrezco pueda usted tomar un baño en los baños públicos de la vuelta y compre algo de ropa para que el día de mañana pase a esta misma hora por usted y lo lleve a un taller de costura en el que me interesa que nos apoye. Veo que tiene lo que requerimos: dos manos y sentido común.

Mientras esta plática se desarrollaba mucha gente que pasaba por ahí se detenía a contemplar la escena, unos sacaban su teléfono celular y tomaban la foto que más tarde se haría viral en internet. El hombre de la silla de ruedas sintió las miradas y para comprendió lo que todos los demás estaban viendo: un hombre discapacitado evidenciando su incapacidad para funcionar en sociedad.

–Lo haré –Dijo presuroso para que las miradas dejaran de posarse en él–. pero ya márchese.

El sujeto de la silla de ruedas entendió lo que pretendía y para no hacerlo sentir mal se alejó gritando que lo vería ahí mañana.

El resto de la tarde estuvo muy inquieto el hombre de la mano estirada. Primero pensó que se trataba de una broma de mal gusto y estuvo enojado un buen rato, pero después de que una persona la regalara un coctel de frutas a medio comer se calmó un poco y reflexionó en lo que dijo el hombre de la silla. Pensaba que habían pasado cinco años desde su ultimo trabajo, donde en realidad nunca hizo nada, sino sentarse a ver una pequeña televisión descaradamente, hasta que un día se dieron cuenta de que no necesitaban un portero en el edificio y lo despidieron. Si lo pensaba con calma, no había trabajado realmente desde que ayudó a su tío a echar un colado y la experiencia no le agradó ni tantito.

Cerca de las 8 de la noche, cuando ya se había empacado unos churros con lechera, miró que aquél día había juntado 300 pesos más los 500 que le había dado el hombre de la silla. Miró el dinero y luego en dirección de los baños. Sin darse cuenta ya estaba a la entrada de estos. Decidió que independientemente de lo que el sujeto de la silla de ruedas hubiera dicho realmente quería sentir agua caliente fluyendo sobre su cuerpo, así que ignoró el trato despectivo de las persona de la recepción, entró y se duchó.

Al salir del lugar pensó que tampoco le caería mal un poco de ropa limpia, pero no gastaría su dinero en eso así que fue a la parte trasera de la iglesia y pidió un poco de ropa. No tardaron en dársela.

Aquella noche tardó bastante en dormir. Se rodaba sobre su cartón pensando en lo del trabajo, pensando en qué diría si el hombre de la silla aparecía. Se durmió y soñó que estaba en su esquina mirando pasar a mucha gente sin rostro, cosa que no le sorprendió tanto como cuando bajó la vista y se dio cuenta de que nadie usaba zapatos. Corrió para buscar entre todas esas personas descalzas a una sola que levara aunque sea un par de chanclas o guaraches, pero no encontró a nadie así. Cuando alzó la vista de nuevo se encontró en una nueva ciudad, perdido entre hordas y hordas de gente descalza. Cuando se miró a si mismo para ver si él llevaba zapatos se encontró completamente desnudo.

Al despertar no pudo recordar que había soñado, pero supo que no había descansado.

Caminó a su esquina y tiró esperando que la silla no apareciera. Pasó el tipo de las botas de obrero y le dejó una torta. Al poco rato pasó el sujeto de los zapatos costosos para decir algún otro comentario hiriente, pero esta vez no dijo nada, pues iba inmerso en su celular. Minutos más tarde, antes de verlas, las escuchó. Eran las ruedas delanteras rechinando. Sintió ganas de levantarse y hacer lo que ese sujeto jamás podría hacer, correr muy lejos de ahí, pero cayó en cuenta de que sus piernas ya temblaban así que no se arriesgó a caer de rodillas frente a él.

–Creo que hemos encontrado a una persona que quiere salir adelante –Dijo el hombre de la silla mientras extendía su mano para estrechar la del hombre que la mantenía estirada.

–No –Dijo casi susurrando y sin alzar la vista –. No puedo.

–Vamos hombre, si lo veo completamente listo para la tarea.

–¡No! –Repitió pero esta vez con tono alterado – ¿Por qué me hace esto a mí? Qué no ve que estaba bien antes de que usted llegara a mi vida.

–¿Pero de qué está hablando?

–Ahora tendré que buscar una nueva esquina y eso es… ¡inhumano!

–Pero…

–Ya no diga más y mejor lárguese.

El sujeto de la mano estirada consiguió ponerse en pie y con los puños apretados se alejó a paso firme. El hombre con los la silla de ruedas se alejó desconcertado, pensado en cómo su misión de hacerle un bien a esa persona se había tornado en todo lo contrario y lo que era realmente triste para él no era que aquel hombre no pudiera generar dinero por si mismo, sino que no pudiera pintar sonrisas en los rostros de las personas que pasaban cerca de él. Viviría rodeado de rostros indiferentes, miradas lastimeras y muecas despectivas.

Jamás sabría que la incapacidad más grande está en la mente y no en el cuerpo.

No debemos permitir que alguien se aleje de nuestra presencia sin sentirse mejor y más feliz… Madre Teresa de Calcuta

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