A veces me siento como en el confesionario, pues no todo lo que escribo aquí me enorgullece, y ésta es una de esas veces en las que siento un poco de vergüenza… pero sólo un poco, pues si no, dónde quedaría mi fama de sinvergüenza. Hoy les quiero compartir cuál es el combustible de los sueños, pero empieza en un lugar algo oscuro.
Comencé a fumar casi cuando cumplí 14 años.
Los dos amigos con los que había convivido desde segundo grado de primaria (y que aún sigo frecuentando) se habían comenzado a juntar con un chico aún más precoz que nosotros. Su nombre era Miguel y no sólo ya había tenido relaciones sexuales, sino que también era un bebedor ocasional y fumador empedernido. Esa última parte llamó poderosamente la atención de mis amigos y de inmediato se esforzaron por adquirir la habilidad de matarse a bocanadas.
Recuerdo que por aquel entonces me había ido a pasar una semana a Cuernavaca a casa de mis tíos, y cuando nos volvimos a ver; ellos, con 14 años al igual que yo, ya proyectaban una seguridad y autoestima sólo comparables con la de Tony Stark (o si lo prefieren, Robert Downey Jr.); y al poco rato descubrí que se debía a que en mi ausencia habían aprendido a fumar como todos unos hombres.
Recuerdo bien que andaban por ahí como pajaritos; con el pecho bien inflado y la frente en alto. Colocaban un cigarro en sus bocas y le sonreía a cualquier niña de nuestra edad que se cruzara en su camino.
Me parecía gracioso, pero también me comenzaba a sentir desplazado así que les pedí un cigarro y les dije que me enseñaran a hacerlo.
-Lo vas a encender– Dijo Miguel. Le vas a dar una chupada para mantener el humo en la boca y luego vas a jalar aire por la boca, haciendo que el humo y el aire entren a tus pulmones –Y sonrió con malicia.
Lo hice. Me ahogué.
Mis amigos comenzaron a reír y eso me pego de nuevo en el orgullo.
Seguimos caminando y lo seguí intentando. Seguí fallando y ahogándome una y otra vez. Cuando llegamos a la siguiente esquina ya lo había dominado. A partir de ahí, mis amigos y yo nos volvimos fumadores empedernidos.
Miguel desapareció unos años después de nuestro círculo de amigos (a todos nos traicionó, pero ese es otro cuento), y lo único que dejó en nosotros fueron los vicios.
Pasaron cuatro maravillosos años impregnados de humo, en los que con cada cigarro se incrementaba mi seguridad, pues era de los pocos que fumaban a mi edad (eran otros tiempos), pero al llegar a los 17 años comencé a ver que hasta el más ñoño de mi generación ya lo estaba haciendo, así que pensé que ya no quería fumar.
Qué fácil era tomar la decisión, pero descubrí que llevarla a cabo era otra historia.
Tres años después de que decidí que quería dejar de fumar, no sólo seguía fumando, sino que podía terminarme una cajetilla diaria yo solo. Estaba peor que nunca.
Me había ido a vivir con un amigo a un departamento a los 18 años. Desde entonces ya no fumaba sólo en la calle, también lo hacía en casa. Nuestro departamento estaba repleto de ceniceros que desbordaban colillas de cigarro.
Una mañana desperté y mi recámara olía a cenicero. Comencé a buscar de dónde provenía el olor. Quité las sábanas, sacudí los muebles, barrí debajo de la cama y acomodé toda la ropa. La habitación quedó impecable. Me recosté exhausto y respiré hondo. Descubrí que el olor a cenicero provenía de mis pulmones. Fue un momento tan revelador como aterrador.
Busqué todo tipo de ayuda y consejos, pero ninguno resultó efectivo.
Una tarde de domingo, encendí el televisor y me encontré con la película de Peter Pan, pero la versión interpretada por Robin Williams, en donde Peter es grande y regresa al país de nunca jamás para recuperar a sus hijos que fueron secuestrados por el «Capitán Garfio». Ya había visto la película de niño, pero ahora la miraba con otros ojos. En la memoria me quedó muy grabada una escena:
Peter comienza a creer que él realmente es Peter Pan, pero no sabe por qué no puede volar si campanita ya lo roció con polvos mágicos. Campanita le explica que es porque los polvos mágicos son sólo una parte de la fórmula, pues necesitan que Peter tenga una idea feliz en la mente para poder volar. Campanita le dice que su idea feliz de niño era pensar en su madre, pero Peter simplemente no puede volar porque ya no la recuerda. Campanita insiste en que puede hacerlo, pero entonces tendrá que encontrar una nueva idea feliz. El momento más feliz de su vida. Peter recuerda el momento en que nacieron sus hijos y sin darse cuenta comienza a volar. «Sin darse cuenta, y sólo con tener una idea feliz en mente, comienza a volar»
Eso es lo que necesitaba para volar lejos del maldito cigarro. Una idea Feliz. Tenía la capacidad de dejarlo, pero no tenía la fuerza para hacerlo, y la fuerza que necesitaba sería una idea feliz.
Tardé una semana en encontrar una idea feliz que me diera la fuerza para dejarlo. En aquél entonces se llamó «Madurar». Descubrí que quería estudiar comunicaciones y ser alguien importante. Que quería hacer algo bueno con mi vida y ayudar a todos mis amigos. Que quería ser un ejemplo a seguir para todos los que se encontraban presos de cualquier vicio. Que todos somos libres, pero nosotros mismos somos los que no queríamos salir de la jaula.
No hace falta decir que logré en un instante algo que había estado intentando por años, pero no sólo eso, sino que continué alcanzando metas. Una tras otra y desde entonces no he parado.
Con los años esta misma fórmula no sólo me ha ayudado a superar obstáculos, también me ha ayudado a cumplir mis metas. La fórmula es la misma, pero la idea feliz ha cambiado. Hoy el combustible de mis sueños es mi hija.
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